Ella no me podía ir a dejar, aunque fuera el primer día de clases en la escuela nueva, así que me puso a cargo de lo más cercano a un adulto responsable: Eduardo, mi primo dos años mayor, que ese día también empezaba clases, pero de primer grado. Fue una tendencia que se mantuvo toda la vida. Nunca fui de esos chiquitos “que se van con papá y mamá” que era la denominación oficial para los suertudos que los papás los iban a dejar todas las mañanas y los recogían todas las tardes.
Eduardo era mi primo del lado materno y a pesar de la cercanía de edades, yo casi no lo conocía. Ella y yo no habíamos tenido contacto con la familia de ella mientras Alejandro estuvo vivo y solo quisieron volver a hablarle después de que él murió. Mimí siempre me dijo que le tuviera mucho cuidado a esa gente y si Mimí me lo decía, pues por algo sería y yo mantenía mi distancia, observándolos con sospecha a todos, atenta a cualquier cosa que pudieran hacerme, aunque no sabía muy bien a qué se refería mi abuela.
Ese día en la mañana, Ella me dejó en la casa de mis tíos y a Eduardo y a mí nos recogió de primeros el de la escuela, él con el uniforme de camisa gris y pantaloncito corto, yo con mi gabacha amarillo pollito y mi loncherita nueva de lata. Ese chofer era un santo, lidiando con tanto chiquillo inquieto que corría por todo el bus, brincaba entre los asientos, jodía a los compañeritos y que más de una vez, terminaba abriéndose la piel de alguna parte del cuerpo y todos, en el bus, en el parqueo del Hospital de Niños mientras el chofer llevaba al lesionado de turno para que lo cosieran antes de avisarle a los tatas por teléfono público.
El viaje era como una fiesta de cumpleaños, por el ruido, la duración y la cantidad de chiquillos que hablaban al mismo tiempo. Llegamos a un lugar que casi no recuerdo, salvo por un patio grande, de cemento. No me llamó la atención no ver otros chiquitos vestidos como yo, porque esencialmente, no entendía el concepto de uniforme. Venía de un kínder donde uno iba con ropa corriente.
Sonó el timbre y las maestras explicaron que llamarían por nombre para que supieran a qué grupo tenían que ir. Fueron llamando a todos, obvio, menos a mí, hasta quedar solita en medio del patio, viendo como los grupos de primer, segundo y tercer grado se alejaban siguiendo como patitos a su maestra para empezar a aprender a leer y a escribir. Mi primo me dijo adiós con la mano y se fue con su grupo.
Lo que había pasado y yo no sabía, era que la escuela estaba en un lugar diferente al kínder, pero ni mi primo, ni el chofer del bus, ni nadie más, se molestó en avisarme, probablemente impresionados ante la autoridad con la que mi primo estaba dirigiendo mi primer día de clases y con la aparente comodidad con la que yo me tomaba tanta cosa nueva.
Hice lo único que podía hacer, en ese momento, tan lejos de telefónos inteligentes o recursos del ego: me puse a llorar sin hacer mucho ruido y a hacerme colochitos en el pelo- señal clarísima de ansiedad y angustia- sin saber dónde estaba, qué pasaría y sobre todo, cómo y si algún día iba a volver a mi casa.
Una maestra notó aquella manchita amarilla y me preguntó qué estaba haciendo ahí. No sabía. Quiso saber cómo había llegado. En bus, le dije. ¿El teléfono de la casa?- No me lo sabía. Que con bien había llegado, con mi primo Eduardo, pero no supe cómo explicarle porqué no sabía el apellido ni en cuál grado estaba. Llevándome de la mano, me montó al carro de ella, un sedan viejo de cuatro puertas.
Era una mujer blanca, de mejillas rosadas, pelo café arrepentido y unos ojos brillantes. Una belleza muy propia de las montañas del Valle Central. Una tica típica. Para mí tenía cara de mamá; pero es probable que fuera apenas una chiquilla.
Salimos a recorrer las calles de Moravia. Me parece verme en el asiento de atrás, hincada, viendo por el vidrio trasero como perrito de película, preguntándome si me estaban robando o si iría a terminar como Hansel y Grettel en el horno de esta bruja que luego me comería de postre o si pretendía convertirse en mi madrastra y yo en su Cenicienta y variaciones, todas muy tétricas, de los cuentos que conocía.
En lugar de solucionarse, parecía que todo se estaba complicando y yo me resignaba a mi destino. Si hubiera salido corriendo, en todo caso, no habría sabido dónde estaba ni para dónde irme y yo hubiera ido a pie y ella, en cambio, en carro.
Me depositó en el kínder correcto, con los chiquillos y las maestras correctas. No recuerdo detalles de la entrega, pero sí tengo algunos brochazos de ese primer año de amarillo, los juegos, la Iglesia y sus jardines, los árboles del patio, el gimnasio.
Al año siguiente, cuando entré a primer grado, dejé atrás la gabacha amarilla. Mi uniforme de primaria era bello: enagua azul, faja mostaza, blusa blanca, medias blancas y lo mejor de todo, zapatos de cuero azules con ribetes mostaza que solo se conseguían en Las Arcadas, en el centro de San José, hechos a la medida.
Nos recibió Missis Rodríguez, de espaldas a todos nosotros porque ya escribía en la pizarra: Hoy es 8 de marzo de 1978. Se volvió para presentarse y para que cada uno de nosotros nos presentáramos de nombre y apellido. Pronto aprenderíamos a escribir todo eso, a punta de hacerlo todos los días, al entrar en la mañana y después de cada recreo.
Con ella íbamos a avanzar en el Paco y Lola, aceptando que mamá me ama y que amasa la masa y que papá lee el periódico. Ella iba a ser la que trataría de enseñarnos a los más rejegos a decir dra dre dri dro dru y a diagnosticar cuáles teníamos frenillo, cuáles éramos zopetas y cuáles necesitábamos más tiempo o cuadernos de caligrafía. Ella me soplaría que al final del Paco y Lola había cuentos más largos y me permitiría leer mis propios libros cuando me aburría en español. A todos nos sentó en algún momento en sus regazos, a chinear una rodilla raspada, a curar un dolor de cabeza, una calentura o un dolor de panza o simplemente a consolarnos de una fajeada del día anterior o de algún grosero que no nos dejó jugar con ellos en el recreo, diciéndonos que nos quería de amigos.
Yo ya la conocía. Había sido la maestra amable que me había rescatado de aquel patio de cemento y me había llevado de la tragedia a la prepa.
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