Llegábamos usualmente en verano, húmedo y soleado. Mi tío Adolfo se dedicaba a sus cosas, para él no eran vacaciones. Yo quedaba, con ocho años y mi escaso inglés de segundo grado, a cargo de Mimí y, por supuesto de mí. Revisando periódicos y anuncios, folletos y panfletos turísticos de aeropuertos, recordando relatos de mis compañeros de escuela, cada noche yo hacía la sugerencia de a dónde ir al día siguiente y ahí nos depositaba mi tío en la mañana con la promesa de recogernos a una hora exacta en la tarde.
Le daba a Mimí suficiente dinero para entradas, comidas, souvenirs y cualquier otra cosa. Ella se guardaba la mitad en la bolsa de tela “la hernia” que llevaba siempre en el borde de los calzones sujeta con una gacilla y me advertía de cuánto nos quedaba para lo demás, que de por sí siempre era suficiente. Yo casi no comía y en esa época, las compras no eran prioridad en mi vida.
Seaworld. Flamingos rosados en vivo, túneles llenos de peces de colores por ambos lados, focas, lobos de mar, pisicinas, agua y más agua. Yo revisando los horarios de los espectáculos. Muchachos rubios y pecosos en body suits. Delfines, que para mí todos eran Flipper, el original. Las temidas pirañas, que no podía ver sin que se me parara todo el pelo del cuerpo y asegurara las pesadillas de esa noche. Y el mejor de todos: Shamu.
Nos sentamos en las filas que todos los demás turistas vitaban. A mí no me alcanzaba el inglés, así que le inventé a Mimí que eran especiales para personas viejitas y nietas. Rápidamente nos dimos cuenta que eran las filas que se empapaban con cada truco y cada brinco, pero Mimí, lejos de enojarse, se reía a carcajadas cada vez que una de esas olas nos bañaba.
Los altavoces pidieron un voluntario y yo no entendí más allá que eso. Le dije a Mimí, muy segura, que me estaban llamando, que ya venía, que se quedara quietecita y muy segura, en shorts, camiseta, sombrerito y anteojos me dirigí a los entrenadores y les dije “Me!”, levantando la mano para que no quedaran dudas de mis intenciones.
Entre señas e inglés me ayudaron a subir la escalera y colocarme en la tarima. Allá abajo se veía MImí, pero ya no estaba sonriendo. Movía los brazos y gritaba, tenía los ojos muy abiertos y parecía estarme amenazando con la fueteada que me iba a pegar si no me bajaba inmediatamente de ahí.
Yo me sentía, en cambio, la reina del lugar. Ante el alboroto de mi abuela, solo saludé como había visto que hacían los personajes de Disney en los desfiles. No me explico cómo me ofrecí para eso, probablemente porque precisamente mi poco inglés no me permitió darme cuenta de lo que estaba haciendo. Tampoco fue señal de alarma que, a diferencia de todas las demás actividades de este tipo, no abundaban voluntarios. Yo era una chiquilla tímida y cobarde.
Me pidieron sostener un pescadito y colocarme a la orilla de la tarima, con el brazo estirado, muy quieta. “Don’t move!” me dijeron. Eso lo entendí perfecto.
Hubo un silencio denso. El sol brillaba y la humedad y el calor y desde las alturas, las nubes y el caribe y yo y el pescado que sostenía “Remember: don’t move”. Los gritos se mi abuela se hacían más urgentes, pero decidí que luego lidiaría con eso y le recordaría que ella no hablaba inglés y que no estaba pasando nada malo y que ella había estado de dramática haciendo un alboroto por nada.
Volví la mirada a la piscina. Desde el fondo, vi formarse un remolino negro, enorme. Un huracán en el agua que se acercaba cada vez más a la orilla. Los gritos de los turistas atravesaron el silencio al mismo tiempo que Shamu, enorme, imponente, la orka asesina, rompió la superficie del agua y se elevó en el aire hasta coger, con una delicadeza enorme, como un perrito querido y chineado, el pescadito que yo sostenía en la mano, para después dejarse caer de espalda, volviendo a empapar al público y maravillando al auditorio que aplaudía ante el espectáculo.
No recuerdo qué pasó después. No hice reverencia agradecida. No saludé al estimable público. No recuerdo cómo me bajé de la tarima. Considerando mi tendencia de la época a descomponerme, creo que eso fue lo que pasó exactamente: me descompuse y se me fue la luz. No me extrañaría que me hubieran bajado alzada y no sé cómo encontraron a Mimí ni como me encontró ella a mí.
No sé qué pasó el resto del día. Sé que Mimí decidió renunciar a la parte que siempre se dejaba para comprarme un short y una sudadera nuevas y los míos, empapados con olor a pescado fueron a dar a algún basurero del parque. Me peinó y me sentó en sus regazos, como todos los días y como cada vez que yo sentía miedo, que era, también, casi todos los días.
Así nos encontró mi tío Adolfo cuando llegó por nosotros, en la parada del bus, en una banquita de madera y un techito tropical encima. Preguntó por el paseo, por el vuelto, por el día, por cómo me había portado yo. Preguntó si queríamos comer algo. No preguntó por Shamu. Nosotras tampoco dijimos nada. Nunca.
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