Debería ir más al teatro. Aunque al final la obra no resulte muy buena o entretenida, a veces salta algo impresionante y conmovedor. Después de todo, no aplico ese criterio para el cine o la televisión. ¿Por qué discriminar entonces a ese primer amor?
Porque antes de esa primera película de Peter Pan en el Cine Rex, a la que me llavaron von vestido y suéter, porque uno se alistaba para ir al cine, estuvo el teatro. En el cine me enseñaron que había que estar muy callado. En cambio, en el teatro, en aquellas obras que montaba Aníbal Reina en los matinés del Teatro Nacional, yo me desgalillaba desde los balcones para advertirle a Blanca Nieves que no se comiera esa manzana y trataba de explicarle a gritos que no confiara en su madrastra. El espacio del palco y el tamaño de cuatro años, me permitían pasearme nerviosamente de un lado a otro, observar desde distintos ángulos y vivir aquello con la emoción que algunos relatan en un juego de futbol.
Ayer fuimos a ver el montaje teatral de La Casa de los Espíritus. Sin mucha fe de mi parte, la verdad. El libro lo leí hace muchos años y con la soberbia típica del ignorante y poco leído, lo juzgué con dureza por sentirlo una copia mal hecha- la Barbie china- de Gabriel García Márquez. En ese tiempo, cuando lo leí, no sabía nada de la historia de Chile.
Había visto la película, demasiado hollywoodesca para mi gusto, pero con las actuaciones impecables de Merryl Streep y Jeremy Irons, que ellos solitos, con sus conflictos reales o imaginados, llenan la pantalla.
Lo de ayer fue otra cosa. Para los puristas: sí, respeta el libro. Otra para puristas: de teatro yo no sé ni mierda. ¿Que si hay que ir a verla? SI, sin duda. ¿Que si es buena? No sé. Yo perdí toda objetividad para juzgarla. Se me enredan demasiadas cosas. Pero una obra que tenga la capacidad de generar lo que me generó a mí, vale la pena verla. Y si me lo generó por mi dinámica particular, entonces hay que verla por la calidad de las actuaciones.
Pero me gustó el escenario y las proyecciones que me parece rescatan y recrean esa casa grande la esquina. Tanto, que en los primeros minutos ya me entró una nostalgia enorme de cordillera y rogaba, como Los Parra, que alguien me sujetara el corazón porque se me iba para Santiago.
Al inicio me chocó un poco esa dicción tan propia del teatro, pero luego, por el arte del montaje, la dejé de escuchar para meterme en la historia. Y de nuevo, esas ganas de volver a recorrer las calles nuevamente, que por momentos he creído que se habían ido. No. Estaban apenas dormidas.
Un Esteban Trueba impresionante. Un verdadero señor de la Querencia. La transformación de un hombre mayor en un joven Esteban para luego irse degradando en el viejo facista y desgraciado, para arrepentirse ya cuando no da tiempo de nada. Esa actitud de hago lo que me da la gana sin que me importe nadie, tan conocida. Tan presente. ¿Quién no conoce a alguien que se va jodiendo?¿Quién no ha visto a alguien joderse con el paso de los años? Tan capaz él, de sus gestos, sus tonos, su actitud, la forma en que lleva el cuerpo.
Las actrices locales: Nivea, Clara, Férula, Tránsito. No me las esperaba así y sin embargo, me sorprendieron. Me arrepentí de no ir al teatro más seguido. Entendí los comentarios en esas secciones que los periódicos con desprecio llaman “Ocio”. El porqué de tanto premio. La imposibilidad de recuperar las obras perdidas, las que no vi.
Diría que las escenas sexuales sobraban, que si bien no son todo lo gráficas que podrían ser, salen sobrando, incluyendo las del putero de Tránsito, que no entendí bien porqué tendría que tener un acento cubano. Tal vez son un símbolo incomprendido de mi parte de lo que hombres como Trueba son capaces de hacerle a las mujeres y, por extensión, a la patria.
Hubiera preferido, para las canciones y bailes, que se usara música chilena, pero eso soy yo y mi neurosis. No hay canción de cuna como Duerme Negrito, sobre todo en la voz de Víctor Jara. Podrían haber aprendido a bailar cueca. Igual solo oír el ritmo, el tikitikití hizo que me latiera el corazón a ritmo distinto.
Y las visiones de Clara, aunque no tan evidentes, me recordaron que siempre ha habido y habrá, por lo menos hasta que la ciencia diga lo contrario, gente que ve cosas. Gente que ve gente. Que no hace de eso un poder o un negocio. Que simplemente ve. Y que eso está bien. Que es parte de lo que uno es.
La obra no trata de ser política. Ni siquiera mencionan a Chile. Pero uno lo reconoce en casi todas las cosas.
Creo que me gustó tanto las expresiones y los gestos de los actores… en un tiempo en que todo está estudiado, que nos esforzamos en siempre vernos estables, perfectos, cómodos, contentos, que la lucha es contra las emociones; sus gestos – aunque uno sabe que son actores- se ven desnudos y naturales. Ya lo dijo @anavn “Como si no fuéramos animales”.
Solo por es valdría la pena verla.
Me sorprendió cómo me conmovió el asesinato de Barrabás, aunque es solo una marioneta despeinada de tela. La escena del golpe, a pesar de que no usaran imágenes del Santiago violentado por militares, también. Bastó el sonido de botas militares contra el piso. Y Alba hacia el final diciendo todo lo que le hicieron, en ese desesperado, sin detenerse en eufemismos, diciendo con todas sus letras dónde la golpearon, dónde le pusieron electricidad, dónde y cómo la violaron, penetrándola por todas partes “como un animal”- dijo. Sí. como un animal. Y el reclamo que se le transformaba en llanto y después en un grito silencioso, ese, la reacción humana de cuando ya no alcanzan las palabras. La actriz, Natalia Miranda, es chilena. Y aunque el acento no es tan fuerte, hay una parte del inconciente de uno que lo reconoce.
Con casi cada línea del diálogo, se me confundía un poco el escenario con el Santiago que no veo hace cuatro años. Las calles, los barrios, las plazas, los árboles, el cerro Santa Lucía, el centro, Plaza de Armas, la iglesia que se cae en Huérfanos. La Moneda. La Alameda. La sonrisa, la comida, el acento. El aire. Hasta los chilenos solemnes y malencarados. La cordillera al fondo, siempre al fondo. El sur. La sensación de Puerto Montt de estar al borde del mundo. Las casas abandonadas donde se torturó a tanta gente. Villa Grimaldi. La sonrisa de los que sobrevivieron a la muerte y que sin embargo, cuando hablan de eso, de cuando estuvieron muertos, lo siguen llorando como si lo vivieran de nuevo. No hay no habrá nunca suficientes lágrimas-
Alba describe un terremoto. Un terremoto cualquiera. Pero yo sé que es Valdivia y es 1962 y es el terremoto más fuerte de la historia. Que Florencio, el papá de Marcelo, verá la tierra abrirse y cerrarse y verá al mar retirarse. Que verá las casas bailar y que esa y muchas otras noche dormirán en el suelo, con los abrigos puestos por el frío. El a la par del abuelo Baucha, que lo acostaba sobre su abrigo abierto para apañarlo cuando venían las réplicas, para que no se arrancara. Para tranquilizarlo y consolarlo, con las mismas manos que sostuvieron las suyas cuando lo llevó a ver un machitún, donde los mapuches sacrificaron a un caballo renco y colorado y el abuelo Baucha le enseñó a ese niño el otro Chile, la nación de Caupolicán, la lengua de los primeros hombres.
Alba habla de cómo, cuando su abuelo logra que la suelten, pasa por un túnel donde reconoce a la muerte en muchas formas . Era el túnel del estadio de Desaparecido, con aquel hombre desnudo y esposado por detrás llevado por militares. Era el túnel del día del golpe, escuchando los aviones bombardear La Moneda y mi Florencio diciendo que él, Isabel y la abuela se abrazaban en el centro del apartamento apenas a dos cuadras. Era el túnel del Estadio Chile- hoy Estadio Víctor Jara– donde me pareció ver gentes y sangre y dolor y cosas. Era un túnel y eran muchos.
Alba vuelve a la casa donde creció como si no la reconociera. Y a mí me asalta esa imagen de Florencio, otra vez, regresando al apartamento después de casi dos meses desaparecido. Subiendo las gradas por cuatro pisos, tocando la puerta. Isabel, embarazada, abre y grita y quiere abrazarlo y él, con calma, diciéndole “Monito, no me toque. Vaya a traer potasa y carbolina. Deja primero que me bañe” sin saber o sabiendo que eso que sentía en la piel no se quitaba ni con agua ni con tiempo.
Hace unos días, pensé, amargadísima, que tal vez tenían razón ellos, los que dicen que todo eso es apenas una fase, que uno madura, que uno crece, que se le pasa. Que se olvida. Y pensé, que aun sin yo quererlo, eso había pasado. Que los veía con cariño, pero ya no con la fuerza de antes.
Pero no. Tal vez porque no iba preparada para aquello, todo se vino en cascada. Vi más de una historia. Vi todas las que llevo adentro. Se me salieron las lágrimas muchas veces y me alegré de haber tomado la previsión de llevar un kleenex que quedó hecho jirones. Para mí, es más que un montaje de un libro malo. Me abrazó mi poncho rojo, el compramos en una tiendita oscura en una calle cualquiera un día de verano en Valdivia. Hay una expresión en alemán que lo resume: Es liegt so nah. Se refiere a aquellas cosas que lo conmueven a uno profundamentemente, precisamente proque están ahí, tan cerca del corazón, del centro de todo.
La obra me enseñó que hay querencias que ni enterrándolas en el olvido. Querencias como aquellos muertos de Juan Gelman, que vuelven y vuelven. Que nunca se fueron. Nunca.
Padre de entonces
“Así que has vuelto
como si hubiera pasado nada
como si el campo de concentración no
como si hace veintitrés años
que no escucho tu voz ni te veo
han vuelto el oso verde tú
sobre todo larguísimo y yo
padre de entonces
hemos vuelto a tu hijar incesante
en estos hierros que nunca terminan
¿Ya nunca cesarán?
ya nunca cesarás de cesar
vuelves y vuelves
y te tengo que explicar que estás muerto”.
Juan Gelman
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