Operaban a Willy. Tenía algo torcido en la nariz, hacia un lado en la parte de afuera, hacia el otro en la parte de adentro. Cinco horas de cirugía. Me ofrecí a quedarme con él esa noche en la clínica, como he hecho muchas veces con muchas personas cercanas.
Después del drama de Pato, alegando que Willy es un adulto y que no necesita niñera, que él sí me necesita a mí, para allá me fui en pijama, con mi cobija y mi almohada, teléfono y cargador.
Apenas salí del ascensor y di la vuelta para tomar el pasillo, se abrió una grieta en el tiempo y vi la cara triste de Marcelo diciéndome que había tenido un T4 y que habría que hacer quimioterapia. Me vi a mí acostada llena de tubos en una de esas habitaciones. Me vi caminando con el palo del suero de aquí para allá hasta cumplir 10 mil pasos. Repasé los pensamientos atropellados del terror a la quimio. El cansancio medicamentoso y exhausto repentino. Las vías reventadas. El mareo. La lenta colonización de la niebla en mi memoria.
El terror sufrir, al dolor, a morir. A dejar a Pato.
La grieta se cerró.
Y me dejó ahí, pálida, con taquicardia y a punto de llorar.
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