No sé cuántas veces he venido– le digo a la oficial de Migración. Y es cierto. No tengo idea. Cada vez es diferente.
Desde el taxi, la ciudad de México evoca a La Habana. Edificios clásicos con poco mantenimiento. Y casi todas las aceras repletas de huecos, desniveles, charcos, puestos callejeros. Excepto en los barrios caros, por supuesto.
Ciudad de México es un asalto a los sentidos.
El olor a cloaca cuando se rebalsan las alcantarillas de estos días lluviosos. Los puntos de la ciudad que son orinal a cielo abierto. El aroma de los puestitos de la calle que venden comidas. Los perfumes de esencias locales destilados en botellas oscuras.
Los colores encendidos de los mercados, sus textiles, sus catrinas, sus bordados, su cerámica, las máscaras de lucha libre. El atractivo extraño de un hombre, que usa la máscara de su luchador favorito, en una noche de lluvia alrededor de la Arena México.
Los muchos matices de las salsas que supuestamente no pican, pero despiertan recuerdos ancestrales. Las tortillas, todas, de todos los colores. Los tacos, los huaraches, los molletes, las gringas, el pozole, la sopa azteca, las flautas- ahogadas o a secas, las frijoladas, los sopes, las quesadillas, los chilasquiles, los tacos de canasta. Todo con maíz, frijoles, carne, quesillo, ensalada, chile, en diferente orden y con sabores tan distintos. El acidito del nopal asado. Las cebollitas preparadas. Y hasta los chapulines que ofrecen desde un balde blanco- “Pruebe seño, con confianza”
El cielo de la biblioteca José Vasconcelos, a donde llegan a recalar las almas de los que somos parte de la raza cósmica.
El metro, aun en el vagón de mujeres y niños, apretados como sardinas, con un calor infernal que amenaza con desmayarme. Y para salir, empujar con todas las fuerzas para abrirse campo y a la vez proteger a Pato. Al día siguiente, lo usamos de nuevo, con mucha menos gente. Logramos sentarnos. Dominamos las conexiones.
Las manifestaciones que cierran cuadras enteras. Hoy fue por Palestina, mañana por otra cosa. Los escuadrones antimotines formados para entrar en acción en cualquier momento. Los hoteles y monumentos protegidos por vallas enormes de metal. El miedo, por la falta de costumbre. Listo todo para que se armen los pinches chingadazos.
El aire heladito de otoño. Los amaneceres grises.
La ausencia de silencio. Los pitos, las sirenas, los pregones de los vendedores: Si me paga en efectivo, le hacemos precio. El dolor agridulce de la música de Juan Gabriel, de las rancheras, del despecho, del desamor, de amanecer otra vez entre tus brazos. Todo en el idioma que me arrulló, el que aprendí antes de poder hablar, con el que dije por primera vez papá, mamá, con el que se pronuncia mi nombre. También cuando toca el Sonidero.
La confusión de un diseño urbano que no respeta cuadrículas. La inmensidad del Zócalo y el recuerdo doloroso de pirámides y culturas arrasadas para hacer plazas e iglesias. La majestuosidad del palacio de los azulejos, la historia que se respira en sus escalones de piedra gastados. Los edificios inclinados, hundiéndose en lo que fue el gran lago. El miedo constante a que tiemble. La ciudad nunca es como ayer, ni como hace un año. Se reproduce constantemente y cambia. Es un laberinto de espejos con marcos de plata.
La dulzura y amabilidad de su gente, su acento cantado, lo mucho que trabajan, este enorme hormiguero humano que funciona con una logística de miles de posibilidades. Los cruces de esquinas de multitudes. Los boleros sindicalizados. Los puestos con libros de Marx y de Wittgenstein. El vendedor callejero de libros que lee lo que ofrece mientras aparece un cliente. El descuento en el mercado porque la novia del marido de la vendedora es Maribel Guardia. El anonimato de ser uno entre 20 millones.
Perros, por todas partes. Los gatos en la banca frente al hotel, que se dejan acariciar por la gente a cambio de una donación para la organización que los rescata de la calle. La frágil transparencia del ajolote albino. En el parque de Coyoacán, dos canarios con corte de Beatle me leyeron la suerte por cien pesos: “Tu amor está correspondido”
Los contrastes. Todo tan distinto de ese mundo de beiges y grises a las que tal vez nos hemos acostumbrado.
Te recuerda lo que se siente estar vivo. México, intenso. Me llevo tu bandera enorme ondeando frente al palacio de gobierno.
Poco antes de aterrizar, Pato fue el primero que vio por la ventana del avión al Pocatepetl- Viste mami? Ese volcán parece una mujer dormida.
Te quiero mucho, cabrón…
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