Genéticamente, mis dientes son una desgracia. Nacieron torcidos, con poco espacio, propensos a caries y a quebrarse. Los frenillos fueron apenas una ilusión y aunque ningún colmillo se volvió a encaramar, tengo dientes de conejo y una que otra pieza menos.
Volver a usar frenillos me da pereza pero además mucho miedo al dolor, que es la razón principal, ya me han informado que me tendrían que operar, quebrar la mandíbula y recolocarla, cambiando la cara que siempre he conocido.
Desde niña le tengo terror al dentista. Mi primer recuerdo es de uno al que mordí. Luego de visitas en las que temblaba tanto, que me tenían que amarrar a la silla. Pasé la adolescencia aguantando dolor con tal de no ir, y eso no ayudó en nada.
Ya de adulta me armé de valor, expliqué mis problemas y volví al dentista a tratarme completa y gracias a medicamentos para la ansiedad y mi propia madurez, aguanté con calma ir casi todas las semanas hasta que nos pusimos en orden.
Llevo unos años cumpliendo con mi visita y limpieza semestral, recibiendo piropos por el estado y limpieza.
Hasta que se cayó una corona y al tratar de ponerla de nuevo, se dieron cuenta que la raíz se quebró, quién sabe en cuál reciente episodio de bruxismo o estrés desmedido que son tan seguidos que no puedo identificarlo.
Me mandaron a un nuevo dentista, que resultó ser compañero del cole, uno que me caía bien, que era dulce y amable y que cuando llamaba a mi casa o a la de mi abuela, incluso hablaba con mi mamá o con Mimi un gran rato.
Tocó extracción e implante de hueso. Me fui con dos gotas de clonazepam por dentro y una cataflan.
Cuatro inyecciones de anestesia y una muy dolorosa en el paladar y no volví a sentir la boca hasta hoy en la madrugada. Incluso vi los hilos que me pusieron y todo bien. No lloré ni sentí dolor.
Y hoy, cuando me despertó la molestia, tomé una pastilla y listo.
No me reconozco, pero igual, me merezco un título.
Ya veremos cómo me va el día que me pongan el implante.
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