Las flores son de verdad
Anoche el cuerpo confirmó lo que ya la mente sabía: quedamos agotados. Dormimos 12 plácidas horas y luego, al zoológico.
Marce no dice nada pero no hace falta que lo diga. Este no es viaje para ver cómo quedó el bunker de Hitler, ni para ver la exposición del Terror que no estaba la vez pasada. Tampoco para ir a ver monumentos que requieren que explicaciones que involucran campos de concentración.
Por ahora, a Pato le toca una de las tantas versiones de Berlín, la metrópolis moderna y sanitizada. Así que directo a ver a los monos y a los pájaros. A él le gustan mucho y corre de un lado a otro poniendo en peligro inminente la cámara carísima de Marce para sacar sus fotos y enseñarlas.
Los animales estaban, en su mayoría, en una huelga pacífica. De espaldas al público, contra una esquina, no les daba la gana interactuar con nadie.
Los elefantes se agarraron a patadas por un poco de zacate. Los pingüinos estaban más ocupados en tratar de que el funcionario del zoológico les diera una sardinita más. Los lobos se veían como perros chineados, excepto es que estaba destrozando un pedazo de carne con piel blanca y colita de algodón. Pato aclaró que se trataba de un cuervo viejo y que por eso se veían “plumas” blancas. No quisimos romperle el corazón diciéndole que era uno de sus queridos conejos.
Knut, el oso polar, se murió hace años y ahora la atracción son dos ositas panda gemelas, Leni y Lottie. Los güilas se apelotan para verlas detrás de los vidrios, se ríen con cada pirueta y cada caída- se caen mucho- y aplauden, como su fuesen payasitas.
Hay una sección de play para los niños, que se debe parecer mucho a una escena del fin del mundo. Las instalaciones no son de plástico cariñoso con bordes redondeados. No hay mamás vigilando que sus criaturas no se maten. Es madera, metal y cada quien sálvese como pueda. Vi a muchos yendo a parar al suelo y colocarse de inmediato en posición fetal y cubrirse con las manos la cabeza.
Perdimos de vista a Pato varias veces. Entendimos porqué sus compañeritos alemanes se portan como monos cocainómanos en las fiestas. No es problema de disciplina. Todos los chiquitos aquí se portan igual. Viéndolo desde el lado amable, aprenden desde temprano a pura intuición cómo protegerse del daño, exponiéndose a un peligro evidente de quedar con uno de esos palos entre los ojos.
Aprendieron de los gringos y ahora, para salir del zoológico hay que atravesar la tienda de souvenirs, donde el mío se unió al berrinche colectivo exigiendo un peluche más y salió acusándome de ser una persona profundamente mala porque no cambié de opinión.
Lloró una cuadra por su peluche de lobo que no se le compró y se le olvidó cuando le pusieron al frente media milanesa al estilo austríaco y, además, papas fritas.
Caminamos en busca de la gelatería perfecta, que no decepcionó, salvo porque uno solo se puede sentar en las mesas si pide algo del menú. Terminamos en la plaza de Victoria Luisa comiéndonos un helado y explicándole a Pato que aquí sí se puede tener la fuente encendida todo el día porque es un país rico y además, seguro que reciclan el agua.
Desde que vi en un hotel de ese barrio el aviso de “Aquí puede pasar de todo” en un poster de estilo de cabaret de los años 30, me entró la sospecha. A los 2 metros se me confirmó, con una versión berlinesa de Pucho’s en una esquina, banderas de arcoris por todas partes, y ofertas de servicios de hombre-a hombre. Y sí, estábamos en el barrio gay. Tal vez por eso tienen todo tan lindo y ordenado y con tan buen gusto.
Hay conejos de Pascua por todas partes y huevitos de colores. Las flores- TODAS- parecen de mentira y me sorprende cuando las toco, confirmar que son de verdad y que las de Pequeño Mundo no exageran. Primavera es cuando sale el sol, se puede uno sentar afuera a congelarse cómodamente, los pajaritos regresan a contar cómo estuvo su migración y, en general, todo renace. No es poca cosa sobrevivir un invierno como los de aquí. Tiene sentido, entonces, que la Pascua sea una fiesta a la resurrección de la vida, más pagana que religiosa; más basada en la evidencia que en la fe. Fe es lo que uno necesitaría para salir vivo de un invierno.
Ayer tuve la experiencia de entrar en contacto directo con mi alienación. Fuimos al super y no había 300 opciones de pan, ni de yogurt, ni de nada. No había frutas frescas y las que habían, muy pequeñas y marchitas. Decepcionados, salimos sin nada.
Nos devolvimos media cuadra al super orgánico, donde por lo menos encontramos dos cajas de frambuesas a precio de riñón, pero riquísimas. En ese mito de Sísifo que es la maternidad, Pato decidió que ahora sí le gustan y allá fue a parar una de mis preciadas cajitas.
Hoy también vivimos la experiencia alemana de tomar el bus, de un servicio de metro que no funciona, de estar muy confundidos sobre cómo llegar al hotel sin ese metro y venir ensanguchados en un bus, donde un argentino le decía en español e inglés a alguien que parece que ni siquiera habla alemán, que por culpa de la mochila de ella no se cerraba la puerta.
Hoy también incorporé al desayuno como 9 vasos de agua. Entre al aire acondicionado del hotel, la ausencia de humedad, el viento y el polvo, me siento seca, como una esponja vieja. Con el agua, poco a poco vuelvo a tomar forma y adquirir elasticidad.
Mañana tomamos el tren. Destino: Dresden.
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