El pálido sabor de las naranjas
Me gustan las tradiciones. Como esa de intoxicarme con la primera cena que hago cuando vengo a esta ciudad y tener que comprar de emergencia una botella de agua para que suelten el código del baño. Responsabilizo al Sahne: lo que usan aquí en lugar de la crema dulce de Dos Pinos.
Como casi no dormí en el avión, anoche caí muerta y me desperté a las 4 30 am- hora Berlín- lista para ir a la piscina que aquí no existe. Así que el día empezó temprano.
Anoche debimos hacerle caso a la indirecta del recepcionista de probar primero el desayuno antes de pedir que nos lo incluyera en la cuenta. Básicamente es una estafa, aunque sea buffet. Para Pato, es lo más cercano al paraíso y solo le falta un banquito para alcanzar con comodidad todo lo que se quiere comer. Me comí varios gajos de naranja, de sabor tímido: es faltaba la intensidad de un sol inclemente.
Hoy caminamos casi cinco horas, a pesar de las ampollas, los dolores de espalda y las quejas de Pato, poniéndonos y quitándonos la suéter hasta que los tres estábamos estornudando. No es el frío. Es el polen de la primavera y los pensamientos que están en todas las macetas.
Recorrimos Unter den Linden, la histórica calle principal de la ciudad. El lote vacío enorme donde alguna vez estuvo el Palacio del pueblo de la DDR, ahora tiene una reproducción del palacio del Kaiser, en una de esas ironías históricas.
Berlín sigue siendo la ciudad en construcción constante. Hay grúas por todo lado. También hay indigentes. Muchos, como si fuera una ciudad gringa. Duermen en la calle o piden una moneda.
En el país más rico de Europa, la policía vigila los andenes del metro para pedirles que salgan de la estación, porque a veces molestan a los pasajeros y los acusan. Uno de ellos, invitado a salir por dos gorilas, estaba muy borracho y en lugar de hacer caso inmediatamente, se le ocurrió preguntar porqué lo estaban echando e invitó a los policías a un trago de los dos litros de algo que andaba en la mano.
También hay muchas, pero muchas mujeres con yijab. Y muchas, pero muchas personas negras. Siempre ha sido una ciudad multicultural, pero de alguna manera ahora se nota más. En el metro se escuchan idiomas tan distintos, que ni siquiera se pueden adivinar. Hasta el ruso suena como un dialecto local.
El metro ahora tiene anuncios en alemán y en inglés. Bad Bunny y su bemba, en calzones blancos y apretados, aparece en la publicidad de muchas estaciones. Hay más McDonald’s, llegó Burguer King y Dunkin’ Doughnuts, pero pasan vacíos. Y es lógico. Es imposible competir contra el pan de aquí.
Los nativos huyen de sitios turísticos como la Puerta de Brandenburgo y los turistas hacen una fila lentísima porque, igual que nosotros, no saben bien cómo usar la máquina que venden tiquetes del metro. Yo dejé a Marce haciendo fila y resolví animándome a preguntar en un kiosko.
Me sorprendió la amabilidad del señor que me atendió. Me explicó cuánto costaba cada ida y venida en metro para dos personas, que Pato no pagaba nada y que me salía mejor comprar tiquete por varios días, confirmando mis sospechas. Y me los vendió. Y me ahorré una hora de fila y de aguantarme a los turistas babosos. Todo eso en alemán.
Iba pensando en si ellos- los locales- ahora serían menos gruñones y más amables. Tal vez por eso le ayudé a la señora sola que iba en el bus con su andadera y su soledad. Nadie más le ofrece ayuda para subir y bajar y de verdad la agradece. Ese apoyo está ausente y cuando alguien lo necesita, lo exige, como la otra señora que le pidió a Marce que le subiera a su bebé en el coche.
Almorzamos en el mejor lugar de dönner kebab del mundo, según la guía de turismo, con un menú sospechosamente largo. Mucho me ayudaría a mí un menú con dibujitos, porque en lugar de couscous con pasas, aceitunas de dos colores, su cebollita, su chilito dulce, su albahaquita- lo mínimo de cualquiera ensalada de couscous que se respete- me dieron una taza moldeada de couscous con kétchup y exceso de comino. Solo me pude comer el tomate – el de verdad- y los pedacitos de pepino que traían.
Por lo menos aquí sí reconocen la existencia oficial de la pizza hawaiana, que es la favorita de Pato. Almorzamos acompañados de dos aberraciones más que se unen a mi larga lista: reguetón en árabe y un mejunje muy popular que se llama Spezi y que embotella y vende la misma Coca Cola: mitad Fanta naranja (que aquí es casi ácida) y la otra mitad, Coca Cola.
Sé que hace dos años, frente a La Moneda, en Santiago de Chile, le empecé a hablar a Pato del dolor y de la injusticia; cuando le conté del día del golpe, y de lo que pasó después y de lo que vivió Wawelli dos meses en el Estadio. Pero tal vez él no se dio cuenta del impacto.
Hoy le hablé de Marx y de Engels después de que nos tomamos fotos sentados en el regazo de don Karl. Le dije que los rusos ganaron la segunda guerra mundial y le hablé de ciudades separadas por un muro y de ametralladoras dirigidas a civiles para impedirles ser un solo pueblo.
Y ante el monumento a los niños deportados desde la estación en Friedrichstrasse, le conté por primera vez de las víctimas de esa gran guerra y de los nazis, de lo que les pasaba a los que enviaban al este. Quiso saber cómo los mataban. De hambre. De un balazo. Muchas veces con gas ¿Porqué, Mami?
También le hablé de los miles que se fueron solitos en trenes al oeste, con la promesa incumplida de reunirse pronto, con su mejor ropita, su juguete más querido y un cartelito de cartón diciendo el nombre, la edad y alguna característica personal, como una alergia, un mal dormir o cariño a los perritos.
Le conté que muchos de ellos vivieron y ahora son viejitos. Que vienen aquí y que por eso la estatua tiene flores todos los días.
¿Porqué hicieron eso, Mami? No sé cómo se explica la violencia. Tampoco quiero saber porque la justificaría. Le digo que aquí se aprende a que uno nunca tiene que olvidarse de las cosas malas. Aceptarlas y recordarlas es el compromiso que se adquiere con la vida para que no se repitan.
Cerramos recorriendo la Galería del lado Este, lo que queda del Muro, al lado del río Spree. De un lado pintado por sectores con artistas reconocidos que tuvieron la autorización del último gobierno de la DDR. Del otro, lleno de graffitis.
¿Porqué hicieron un muro, Mami? ¿Porqué conservan esto, si murió gente y fue algo triste?
No sé, Pato. Podría contarte la historia, pero no los motivos. No sé ni siquiera si de verdad los entiendo.
Vení aquí, conmigo, debajo de este árbol.¿Ves que lindo es? ¿Ves cómo huele el aire aquí? Es porque florecieron los cerezos.

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