La larga noche de las nalgas planas, sobrevolando el Atlántico.
El control mental para no descompensarse de sentirse en una lata de sardinas sin espacio para moverse para ningún lado.
El niño que se despierta no sé cuántas veces en la noche y me habla para verificar que estoy ahí y me despierta a mí.
El miedo a que se me pierda Pato, cuando se devuelve al avión cuando íbamos desembarcando porque, por error, se trajo el cartón de las medidas de seguridad.
La neurosis del orden: una caja para casa cosa, espere detrás de la raya negra, colóquese en fila, no camine por el carril de bicicletas. Si va en movimiento, a la derecha, si no, a la izquierda.
Sentirme de tamaño normal entre tanta gente alta.
Mi C1 en alemán. No estaba tan mal. Se nota cuando me veo obligada a usarlo.
Los tranvías, las zonas verdes despeinadas, Alexanderplatz, el U Bahn, los olores de la ciudad, su indiferencia, esa conformación tan propia del individualismo porque todo está l olor pan recién salido del horno, las fritangas de pescado, el comino de los turcos. El señor en el tren que me ayuda a ponerme la mochila sin que se lo pida. Nadie me creería que son tan metiches. Las señoras mayores que sonríen cuando Pato pide las cosas por favor , dice salud cuando alguien estornuda, saluda a los perritos que se topa y dar las gracias con su voz de pajarito. El muñequito de los semáforos en el este.
Y el cielo. El cielo sobre Berlín.
Al borde del agotamiento, escucho el susurro del ángel que se para en la columna del Siegel Seule a observarlo todo. Me dice que está nublado, sí, porque la primavera tiene ese carácter impredecible.
Mañana, con el sol- me dice- vas a ver que está igual: una extensión enorme de celeste claro, una herida abierta, como la primera vez que lo viste.
Deja un comentario