Soñé que recibía un pantallazo de un examen de embarazo. Era positivo: dos sacos separados, masculinos.
No era una buena noticia. Me ponía a pensar en cómo me afectaría, si soportaría el peso, cómo se agravaría mi dolor de espalda, cómo me interrumpiría la vida.
Pensé en no decir nada hasta que supiera si el embarazo prosperaría o no.
Mientras tanto, le ayudé a una amiga con sus dos gemelitas pequeñas. Era agotador. Sudaba. Me cansaba. No tenía fuerzas para lidiar con las dos. Era imposible sin ayuda de alguien más, sin juventud.
Le contaba a dos personas y ambos se preocupaban y entendían que no era motivo de alegría y sin decir nada, entendíamos todos que lo mejor sería que hubiera un aborto espontáneo. O que yo tomara medidas.
Una de las personas, un amigo de muchos años, me abrazaba y me decía que muchas veces había llorado pensando en mis labios.
Volvía revisar el mensaje. Si eran varones, era porque ya tenían más de veinte semanas. 4 meses. Muy tarde para un aborto. Empezaba a pensar en quién podría ser el padre.
Se llamarían Ulises y Teodoro.
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