No ha dejado de garuar en todo el día. Aquí a eso le dicen luvia. A veces es más intensa, pero, en general, es pelo de gato constante en los diciembres de mi infancia.
Al desayuno, hablamos de que esta ciudad es casi tan o más cara que Islandia. Escogemos qué desayunar asumiendo que a Pato no le gustará lo que pedirá y habrá que compartir con él. Además, siempre algo de fruta fresca para tratar de mantener un balance.
El NY state of mind, ese marco mental niuyorquino, tiene que ver con los enormes contrastes que se ven aquí. No hay cuadra ni estación del metro donde no haya uno o más indigentes. En algunas esquinas son familias completas. Algunos drogados, algunos con problemas mentales que le gritan a sus propios fantasmas. Parte de ese marco mental es que nadie los ve. Muchas personas ciegas. Son invisibles a la gente que se apiña en las aceras con ponchos de plástico barato y sombrillas de cinco dólares que se despedazan a las 4 cuadras.
El precio del desayuno me recuerda la primera vez que vine a la ciudad, cuando tenía 16 años. Un invierno que no nevó. Pensé que me gustaría vivir en una ciudad así, pero también tenía claro que para eso, hay que tener mucha plata. Aquí no se trata de precios o economías. Aquí se trata de cuánto estamos dispuestos a pagar por lo mismo, en diferentes puntos de Manhattan.
Fuimos a FAO Schwarz. Antes estaba en la esquina del Parque Central, hasta que la desplazó Apple. Ahora están en una calle lateral a la quinta avenida. Hay fila para entrar al taller donde uno hace su propio osito de peluche, escogiéndole cada detalle y accesorio. Es posible grabar un mensaje para el oso. Pienso que tal vez, cuando esté más vieja y si puedo, vendré a hacerle uno a Pato o lo encargaré por internet, y le grabaré que lo quiero y que siempre estaré con él, como le he prometido.
Muchos turistas llevando agua para un oso. Así que nos saltamos la fila y entramos como cualquier otro consumidor. Fue como abrir la puerta del infierno: la gente, el espacio, los gritos de los demostradores, la ausencia de espacio, el calor, el vapor de los cuerpos mojados. La ilusión de una juguetería convertida en un infierno del consumo de entretenimiento de lujo. Nos encontramos a una compañerita de Pato en unas gradas, con sus papás y su hermano.
Y los clientes, en su enorme mayoría, adultos comprándose un osito. Adultos encargando slime personalizado. Adultos bailando y haciendo trucos en un restaurante de mentira para comprar muñecos de peluche en forma de papas fritas o perros calientes. El NY state of mind es además esa infantilización del consumo.
En Times Square nos damos cuenta que nos vendieron mal los tiquetes del teatro, que el agua embotellada es carísima, que no es posible entrar a un restaurante o a una tienda a usar el baño a menos que uno sea cliente y te piden el tiquete de compra para verificarlo. Protestan tres contra Rusia, acusando a Putin de querer aniquilar a Ucrania. Hay muchos carteles de Palestina libre tapados con plástico, esperando a los manifestantes que tal vez no vengan por la lluvia. Las pantallas anuncian que Lego abrió una tienda nueva. Que hay unas tennis nuevas. Que hay tiendas nuevas. El NY state of mind es esa estafa, esa imposibilidad de pedir algo individualizado o especial, la venta en masa. La ausencia de lo personalizado.
Sigue lloviendo y nos dicen que solo podemos quedarnos media hora en el restaurante. Así que de vuelta al metro y ahí falla el filtro y vemos a una pareja joven, en el piso, tratando de cubrirse del frío con una cobijita infantil vieja y sucia, con una cara de dolor por el viento y el frío. No sé si están ahí o si solo yo lo estoy viendo. Somos ciegos al sufrimiento humano.
Ya en el hotel nos pasaron a una habitación donde al menos hay más espacio, aunque con camarote. Pato parece una de las ratas que descubrió en el metro: sube y baja todo el rato que pasamos aquí.
He estado aquí en inviernos sin nieve y en inviernos nevados. He estado en veranos que empañan los anteojos con solo salir a la calle. He estado poquísimos días de primaveras heladas. Y ahora, en un otoño que parece un octubre o un diciembre de mi pasado y no las hojas de colores que anuncian en la tele. Aun así oigo la voz de Tía Carmen, que vivió aquí toda su vida “No te acerqués a los negros”. “Tratá de estar en la casa antes de las 5” Y también la vez que su amigo árabe le ofreció plata por mí, porque yo era menor de edad, y ella no le dio un manazo. No le gritó. No se enojó. Le rió la gracia.
A las 4 vamos para el Teatro, a ver algo que se suponía que tendríamos que haber visto hasta el martes. No pudimos ver hoy el Rey León, por este mismo enredo. Una lástima, porque la presentación de hoy era especial para personas con capacidades diferentes y llegaron buses llenos de personas así, con sus papás y sus maestros y hasta sus perritos guías. Los más genuinos que hemos visto hasta ahora.
No se confundan con el tono. No es tristeza. Será que lo gris y los edificios perdiéndose en las nubes me ponen pensativa. Eso sí, no es lo mismo reflexionar desde NYC que desde cualquier otro lugar en el mundo. Pienso en eso también y agradezco lo generosa que ha sido la vida conmigo.
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