En el hoy, reviso redes sociales como forma de mantenerme haciendo algo, tratando de aprender algo, de reírme de algo. Sigo una cuenta donde se comentan los trajes de hombres, su corte, caída, largo, tela, tamaño y se muestra la diferencia entre una escogencia y otra.
Me maravilla porque siempre he sentido que no tengo esa agudeza de vista. Nunca sé escoger las cosas o qué va con qué, o qué se me ve bien. Nunca me acuerdo de la colorimetría de mi piel y sería feliz en jeans y camiseta. Quisiera, eso sí, que las cosas se me vieran como en la revista, tener ese conocimiento, ese sentido del gusto y no simplemente ponerme lo que me parece que me queda.
Mi papá, entre los muchos trabajos que tuvo, fue sastre. Aprendió desde niño, en la sastrería de mi tío abuelo. Me lo imagino enhebrando, cortando, acomodando, apreciando la tela con la mano, planchando, tallando a los clientes, oyendo la conversación de los otros sastres. La sastrería, un lugar solo de hombres, una escuela distinta.
Han pasado casi 50 años desde la última vez que sentí su abrazo. Y en el futuro que él no vivió, lo sigo sintiendo conmigo y sonrío.
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