En mis sueños, desde hace como 3 años, mi abuela está encamada, casi inconsciente, con un grupo de enfermeros y cuidadores que la atienden. A veces la voy a ver, siempre llego en carro y parqueo en la esquina y me siento al lado y le tomo la mano y le digo que la quiero. Ya no siento la culpa de siempre ni sus ojos reclamándome ni el gesto duro de reprobación, porque parece que al fin entendí que ella no era para siempre.
Anoche reviví su muerte. Estaba así, en una cama y una compañera de oficina pasaba a verla y nos avisaba que estaba muy mal. No me angustiaba. Había estado mal desde hacía mucho tiempo. Pero un rato después llamaba a decir que ya había muerto. Era 14 de setiembre. En realidad, ella murió a finales de julio.
Yo llegaba a la casa, que era la esquinera de dos pisos, donde crecí con ella. Estaba llena de familiares en una especie de duelo, que, aunque tristes, estaban rebuscando entre las cosas de ella. El cuerpo no estaba.
Me sentía muy triste pero también enojada. Le decía a mi tío- el malo- que yo solo quería las fotos que ella guardaba. Con el gesto displicente de siempre me decía que me llevara lo que quisiera. Mi mamá me recordaba que mi abuela tenía una máquina de café nueva, en caja, que por favor sacara eso para ella. La encontré y se la di.
No me importaba el teléfono antiguo, dorado y pesado. Tampoco esa maquinita de cuerda donde se ponía el auricular para que la persona que llamaba escuchara música mientras se le atendía. En el baño estaba aquel asiento de inodoro de plástico pesado y transparente, que por dentro tenía muchas monedas brillantes.
Yo buscaba las cosas donde sé que las tenía. En la mesa de noche, en las gavetas. Fotos viejas y algunas a colores por todas partes. Mientras buscaba, me encontré con cajitas de cartón de regalos que le hice durante la infancia, folders, libros sueltos, escrituras. Pensé en cómo todo lo que yo no me llevara iba a ir a dar a la basura aunque ella por algo lo habría guardado.
Me llevé todo lo que pude, repasando, con la vista, hasta el mínimo detalle de aquella casa. El ropero de madera del otro cuarto. Las gavetas que yo siempre registraba.
Mi tío y mi prima, su hija, se me acercaban a decirme que no me llevara las fotos donde aparecían ellos. Le recordaba a mi tío que en la muerte de verdad, yo le entregué a él una foto de mi abuela joven, acostada en el suelo, mirando a la cámara, con una mano apoyada en la mejilla y robacorazones en ella cara y la había perdido. Les ofrecí mejor hacerles copias.
Cuando tuve todas las fotos y antes de que llegaran con bolsas de basura, dije que quería llevarme sus rezos, esas estampitas impresas que usaba en la madrugada y antes de dormir para encomendarse a Dios. Quise además el rosario de cuentas enormes de madera, pedazos de corteza sin lijar que tenía en el respalda de la cama. Ya no estaba.
Recordé que tenía joyas: aretes de oro, medallones, collares. No me importaba.
Marcelo llegó a ayudarme. Le pedí que me ayudara a revisar el closet del cuarto. Quise llevarme mi cobija amarilla, la que usaba cuando dormía con ella. No estaba. Entonces la azul, que es más gruesa. Puede ser que no la use nunca. Tal vez Pato la quiera. Pero necesito sentirla cerca.
Sus zapatos me quedaban, pero no me los quise llevar. Revisé a ver si habían más fotos o papeles escondidos. Nada. Estaba su vestido color tabaco, al que le decía el vestido de Oscar Arias porque se lo había puesto para una visita que él le hizo. Sus otros vestidos más sencillos, cortes de tela, cosas.
Pensé en la silla blanca de mimbre que ella siempre me dijo que se la había regalado mi papá. Muy grande para irla cargando.
Bajé corriendo las gradas a buscar el retrato de mi papá, que siempre estuvo en la sala. No estaba. Ahí sí reclamé, preguntando quién lo tenía. Otro de mis tíos decía que lo había cogido él. Es mi papá- le dije. Era mi hermano- me dijo. No me dio nada.
Antes de irme, de la cólera, del dolor, le di una patada a la pared y quedó la marca. Ahí quedaron los demás, como zopilotes, buscando cosas. Yo me iba llevándome sus recuerdos.
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