Aquí venía yo con mi papá. Entraba conmigo de la mano al mar. Cuando ya casi me tapaba el agua, me subía a sus hombros y cuando él ya no tocaba fondo, nadaba conmigo encima hasta la boya roja. Nunca sentí miedo cuando estaba con él.
Aquí, a los cinco años, por primera vez me tocó un extraño. Yo estaba jugando en la parte baja del mar, sentada, corriéndome de un lado al otro, “caminando” con las manos mientras dejaba las piernas flotar, con mi vestido de baño de rayas de colores. Noté que él siempre se corría hacia donde yo me iba y se acercaba mucho y me metía la mano entre las piernitas por detrás. Un animal asqueroso que trataba de penetrar con ansiedad. Lo vi y sonreía extraño. Me asusté mucho y me sentí muy sola. No dije nada porque no tenía a nadie a quien contarle.
Aquí veníamos de paseo de un día, a recoger caracoles que se podrían en el calor del regreso. A quitarse arena en duchas públicas o en baños pagos, a envidiar los que tenían casas frente al mar o se quedaban en el Tioga y su piscina. A comer sanguches de paté aplastados y refrescos calientes. A subir y bajar cerros en presas, sin aire acondicionado.
Aquí naciste vos, Benjamín, hijo de mi amor. Contemplo la paz de la inmensidad del océano. Siento al fuerza del aire dejándome caer granos de arena en la piel y mover las palmeras. Reconozco el sabor la sal en los labios. Es este rumor de olas y viento que te arrulló en el vientre. El repertorio de tus primeras horas de vida.
Aquí, en un restaurante, una salonera morena de brazos grandes te miró fijamente. Se te acercó y te tocó el hombro para que la vieras a la cara. Temí que te reconociera y te reclamara. Te dijo que tus ojos son bellísimos, que tienen ese color verde con sol que a veces tiene el mar.
Aquí vengo por un expediente. Una orden de patacones. Un ceviche. Un copo. Un arroz chino para llevar. Una parada en los puestos de frutas. Una brisa. Un cambio de aire
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