Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Lo que Chile me dio

desde la isla de

No es un sueño. Entramos a territorio chileno de la mano, vos y yo juntos. Hace frío y antes de salir del aeropuerto, comemos algo. Todo sabe diferente: el té, el jugo de frambuesa, el pan.

Luego salimos con Papá y con la Nonna y a las 3 de la mañana, desde la ventana del taxi, vos te llenás los ojos del centro de Santiago de noche.

Al día siguiente ellos dos van a hacer vueltas y nosotros, a reconocer la ciudad. Yo me muevo como si solo hubiera estado lejos unos días y no años. Prometí no volver durante un gobierno de derecha. Cargamos las tarjetas VIP, reservamos City Tours, vamos a ver el cambio de guardia en La Moneda, recorremos el super.

Aquí a nadie le sorprende que te llamés Patricio y a vos eso mismo te asombra, cada vez que hacés una pausa para decir despacio tu nombre. Todo es nuevo para vos, incluyendo este calor intenso de inicio de otoño.

Para mí, la sensación es otra. No me encuentro. Sé que tengo que tener cuidado con lo que ves, con lo que te digo, no llevarte a lugares tétricos, mostrarte el Chile turístico, aunque no hay mucho para eso.

Santiago está diferente. Hay graffitis que me superan apenas por dos centímetros, pero por todas partes. Los ventanales de las tiendas están tapados con madera o con cortinas metálicas. Algunos, cerrados del todo.

Es como si en la revuelta social del 19 todo lo que hervía por debajo de la calle, toda la gente apuñada en el metro, todos los que el sistema forzó a las alcantarillas, se desbordó y sus dibujos, frases y carteles marcaron la inundación.

“Ir un miedo más allá”– es la que se queda conmigo.

Ya las multitudes volvieron a su cauce.  Ahora no hay nadie. La ciudad recuerda el confinamiento del COVID, que fue por meses, con autorización de salida una vez a la semana, por 30 minutos.

Te enseño a usar el metro: Si yo no logro montarme al metro, te bajas en la siguiente parada y me esperás. Memorizás la dirección de la abuela: Valentín Letelier 1376 y te ubicás por la torre Entel.  Te entregan la llave de la puerta del edificio. Te explico cómo se camina en una capital porque brincando en la acera y asomándote a la calle, estás invocando un accidente. Aprendés a comprar marraquetas, escoger el queso grasoso, disfrutar una empanada de pino, comer dulces de Curacaví, tomar leche de sabores, comprar té.

A papá, de chico, la abuela Berta le compraba y le llevaba ropa chilena en las visitas esporádicas. Compramos para vos ropa de verano de marcas desconocidas para andar más fresco. Ni a vos ni a mí nos gusta el agua con burbujas. Nos paramos en la esquina y de lejos vemos a Gabriel Boric recibir en la puerta de La Moneda a Alberto Fernández, como si fuese de todos los días lo de ver presidentes.

Un día ya no puedo más y mientras las señoras de la Florida insultan a su antiguo alcalde y le exigen que devuelva el dinero, recostados en la verja que nos separa de La Moneda te cuento del Presidente Allende, el de la estatua. Del bombardeo, del 11 de setiembre, del Golpe, de la dictadura y del ejército.

Mami, porqué lloras?

Porque me sigue doliendo. Al fin. Algo que me demuestra que ahí sigue el sentimiento.

Vamos al Parque San Cristóbal, a las ferias de artesanías, al zoológico, a la casa de Neruda, al centro.  Andamos en teleférico y funicular. Nos lanzamos a la búsqueda de las mejores empanadas para al final saber que las venden a la vuelta de la casa. Te quejás de lo mucho que se camina en Santiago.

Visitamos un viñedo, a la laguna del Inca, a los Andes, a una Hacienda de película, a Valparaíso, a Viña del Mar, a los malles, a los Dominicos, a comer con una prima. Conocés la nieve de lejos. Acariciás y alimentás llamas y cabras.  El puerto es distinto. Ya no es el hormiguero que yo recordaba. Los muelleros hicieron una huelga y los que siguen siendo dueños de todo, decidieron que los barcos ya no se detendrían más ahí, a pesar de las colinas y las casitas de colores. El puerto se rehúsa a que lo ahoguen. Hay más lugares de murales, restaurantes y puntos culturales. Otra vez quisiera tener tiempo de quedarme aquí y perderme entre las calles y las cuestas y en las noches ir a escuchar a desconocidos leyendo poemas.

Santiago también es el capitalismo brutal, los precios disparados, los salarios mínimos de hambre, derechos conseguidos a punta de marchas y protestas, siempre insuficientes. El individualismo egoísta privatizado que se confunde con progreso. Los excesos y los desperdicios. Cantidades mínimas de servicios- internet, transporte, comida- que a cualquiera le sobra un saldo enorme irrecuperable, pero no hay de otra. Al mismo país donde se compraba el té por bolsita o el pan por deditos. En uno de los malles de moda, todas las tiendas de uno de los pisos son de implementos de hiking de frío, de los que se usan una vez- tal vez- en la vida. Los videítos familiares de Pato caminando frente a La Moneda se llenan con los insultos de los trolles locales.

El día antes de regresar, vamos a almorzar al sótano de La Moneda, el Café Torres, el alma de la tradición chilena. La comida sorprende por lo buena.

Desde la esquina, vemos la enorme bandera chilena en la plaza que da a la Alameda, cortando con sus colores vivos el cielo sin nubes del país del fin del mundo.

Tengo esa tristeza de sentir que algo me hizo falta, de que yo no soy lo que era, que este viaje no ha sido como los otros, que me llevo menos.

Viendo ondear la bandera, me doy cuenta que ya no necesito estar viniendo a Chile, que ya no me jala desde adentro. Otra pérdida.

Pero también me doy cuenta de que ya Chile me dio todo lo que necesitaba, en el momento perfecto.

Me dio ideales, música, comida, identidad, referencia. Me dio ejemplos, me dio en qué creer, me enseñó el valor de un sueño, el precio del valor de defenderlo, la fuerza de la violencia. La diferencia entre discutir y pelear, la importancia de levantar la voz y descubrir la propia. Me ancló en el lugar que era para mí y que me costó tanto encontrarlo.

Me dio la fuerza de cada chileno que se despertó con terror después de ese 11 de setiembre, en su cama, en el piso, en un país extraño. La resiliencia que me llevó alzada a través de dos procesos de cáncer.

Me dio amigos. Llegaron primero virtuales al blog y se mantienen hoy, aunque casi no nos veamos. De ambos lados sabemos que no faltan los abrazos.

Me dio una familia. A Marce, que inicialmente me pensó chilena y apostó por mí a largo plazo. A mis suegros. A Dani, que siempre la pienso y la recuerdo. A mi hijo. Mi niño tico- chileno. “El Chicho es el abuelo de todos los niños chilenos y tú eres un niño chileno”- Le dice su Waweli, su abuelo.

A mi niño de ojos enormes, preciosos en todos los países del mundo, que asume el acento tan rápido y que entiende sin problema todo lo que le dicen con ese cantado.

Me dio fuerzas. Me dio ética de trabajo. Me lleno de conocimientos, tantos: lugares,música, poesía, personas, libros. Me dio calidad y calidez humana: La misma de ese pueblo tan querido.

Su dolor me permitió tramitar el mío. Su horror, ver al mío a los ojos. Las ausencias, los exilios, extrañar lo que desapareció con el bombardeo; trabajar mis duelos. Todo a mi propio tiempo.

Me ha acompañado toda la vida adulta. Me seguirá acompañando. Y cuando tenga dudas, me seguirá mostrando el camino para hacer lo correcto.

50 años. El amor se mantiene intacto. La batalla y mi país interno, que tiene mucho de chileno, también. Hoy desfilarán muchachos que ya no nacieron en dictadura pero que han aprendido el valor de lo vivido y de evitar que pase otra vez. Con ellos, levanto el puño y canto las canciones de la Unidad Popular, por mi revolución individual, por mi compromiso de educar a un hombre bueno, solidario, luchador, consciente, educado, humano. Uno que conserve la llama viva y le cuente a sus hijos de su primera vez en Santiago.

En Chile es posible ver mi corazón a contraluz, resistiendo.


Gotitas de lluvia

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