Los fines de semana eran con y de mi abuela. Mi casa. Mi lugar seguro. Se me iba el día en mil cosas imaginadas, subiendo y bajando las gradas, acompañando a mi abuela a mandados, a misa, en la cocina. Bajando limones en el patio. Viendo tele. Aprendiendo a usar el matamoscas. Comiéndome una mandarina a las 9 de la mañana en el balcón para aprovechar el sol. Revolcando gavetas y closets para encontrarme fotos viejas. Vineando en las conversaciones de las visitas.
A veces, sonaba el teléfono y era para mí. Mi mamá. Me reclamaba: “¿Usted no se acuerda que tiene mamá?” A veces el resentimiento le quebraba la voz
Y la verdad, no, no me acordaba. Pero era imposible olvidarlo. Nunca supe qué responderle y había un silencio largo hasta que mi abuela cogía el teléfono y le hablaba a ella de otra cosa y yo seguía en lo mío.
Hoy llamo a Pato, que anda de fin de semana donde la Nonna y mi primer impulso es reclamarle por no depender de mí, por no pensar en mí, por ser feliz, por tener espacio en su corazón para querer a otras personas aparte de mí.
Entonces recuerdo.
Y le hago bromas, le digo que Siggy lo extraña, le invento historias hasta que lo oigo carcajearse y me dice “Te amo, mama”
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