Hebe. Toda gorda, ella. Mi gorda. Su cuerpo de mamá gallina que abraza con calor y con ganas. Su cara estricta. Su sencillez, el fustán que se le sale. La fuerza y dolor de sus palabras. Sus anteojos y su pañuelo blanco- el que fue pañal- en la cabeza.
De Hebe fue la primera vez que escuché que de nada servía quedarse en el dolor, que había que levantarse y seguir andando y dar la lucha. Para entonces no tenía idea yo de cómo se hacía eso. Pero ella daba el ejemplo, una persona común y corriente, madre, diciendo no estoy de acuerdo, no me callo, dónde están, se lo debo a mis hijos, dejá de hacer las cosas mal, es inmoral lo que hacés. Esa voz necesaria.
Rocío. Me garuó en el corazón cuando me dijeron que murió en enero. No supe antes. No pude ir a su entierro. Tengo fotos de bebé con ella alzándome en el patio de su casa, con su sonrisa de dientes de conejo. Siempre feliz de verme, siempre cariñosa. Su enorme biblioteca de revistas de Archie y el Pato Donald, de acceso libre para mí. Las invitaciones a quedarme a dormir y caer dormida leyendo, leyendo, leyendo. La primera persona que conocí que quería cambiarse el nombre: Daniela. Y su matrimonio y luego la maternidad y el divorcio y los rumores de violencia y yo dolida porque alguien le pegó a Rocío. Le apagó su sonrisa.
También el secreto de su vida: Rocío fue hija de la muchacha que trabajó en su casa. Se embarazó soltera y le entregó la bebé a su patrona. La muchacha se quedó trabajando ahí para ver crecer a su chiquita. A Rocío nunca le dijeron nada. Pero yo sabía.
Pablo. Cuando todas tenían novios que iban a marcar a sus casas y ninguna se daba por menos en el high del empoderamiento femenino de los 80, Pablo dignificó aceptar migajas. La prefiero compartida, antes de vaciar mi vida, me resonaba y me resuena porque solo el que conoce la soledad puede juzgar esos arreglos que se alejan de lo que otros creen correcto. En Pablo me encontré descrita, entre violenta y tierna, el gusto por las canciones que comprometieran mi pensar, con un temor a cualquier cosa formal o eterna, rompiendo todos los esquemas de esa adolescente femenina, coqueta, que se pone faldas o vestidos, tacones y se maquilla, que se quiere casar y ser mamá antes de los 30, con una carrera pero dedicada a organizar cenas de amigos y fiestas en salones infantiles. Pablo me enseñó que había otra vía. Otra forma de hacer las cosas, cuando yo ya me había dado por vencida.
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