Estaba nadando, muy despacio y sentí las náuseas. Las náuseas del miedo. Es miedo. Pero no es cierto. Lo que siento es el peso del recuerdo del marzo de la noticia, de los días en que no sabía si me iba a morir, las noches que me dormía llorando abrazada a Pato y la angustia, la incertidumbre, los exámenes, el seguro, las vías, la anestesia, la cirugía. Y después, la nada. Una nada enorme, viscosa, sabiendo que tenía que rendirme y quedarme quieta en un solo lugar porque no era un tema de avanzar, era de resistencia.
Y cómo se me borró la mente y la memoria y me dejó de funcionar el cerebro. La sensación de perder el control del cuerpo y la medicamentosidad en que se convirtió la vida. La cotidaneidad de que todo me cayera mal y a la vez que no me importara. Los ciclos de quimio. Pato. La vacuna del mareo es lo que me tiene así. Quedarme hecha un puño en una cama por días. Sedarme porque estaba mejor dormida que en ese estado de suspensión de la vida
Forzar el cerebro al máximo para acercarme a rendir apenas lo necesario. Apostarle a un cuerpo que siempre me ha fallado y me volvió a fallas: dos veces, cáncer. Hacer la paz con morirme si eso llegaba a pasar, a despedirme, a reconocer que no hay nada más, que no me daría cuenta. A no pensar en el dolor de los demás por esa impotencia, que me cierra la garganta y me desgarra por dentro. No me dejen sufrir. Cuiden a Pato.
La ideación. No quiero que me van mal. No quiero irme apagando. Primero me mato.
Es normal que quedés traumada, me dice el médico. Pero yo sé que no es normal que llore así cada vez que me ponen una vía. Y a la vez sé que no lloro por el dolor. Lloro por todo lo que me pasó y no lloré porque no recordaba ni cómo llorar.
Y ahora, que tengo que revisar-controlar, para verificar que no hay nada, que me curé, que todo está bien, todo aprovecha y vuelve. Y entonces, las náuseas.
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