Esta era yo, a los 16 años, en Generales. Cuando creía que iba a estudiar Medicina y sin saber que iba a cromar durísimo en Química y en las mates. Pero cuando me tomaron esa foto aun no sabía. Llevo el pelo colocho de un permanente que me lo quemó justo antes de graduarme del colegio. El daño fue tan brutal que mi pelo negro quedó color cobre y el colocho, cerrado, como el alma de un lapicero, con textura de alambrina. Y la pava que usé desde los 3 años.-
La camisa blanca, de manga corta, con cabezas de flecha grises. Y hombreras enormes que pasaba de camisa a camisa. Creo que era de Quique. O tal vez de Apropó. Cómo me gustaba la ropa de Apropó. Toda. O tal vez la había comprado en enero en San Andrés, en una tienda de ID#. Por ahí tengo una foto al frente de ese logo.
No se me ven los jeans muy celestes y rotos, que todavía tengo, porque me quedaron hasta pasados los 30 años. Ni las alpargatas de cuero natural del mercado. Tenía además unas blancas. En las argollas tengo conchitas y si hubiera podido pagarlo, habría usado un collar de pucas. Todavía me gustan.
31 años en el futuro veo a la que fui y me sorprende mi belleza, mi inocencia, mi brillo. No solo porque tenía 16 años. Si no porque me sentía libre y grande, ya en la U, sin el peso- creía yo- de 13 años del mismo colegio. Veo la foto y reconozco el daño enorme que sufre la autoestima de las mujeres en tan poco tiempo. 16 años. En junio cumplí 17. Y me sentía fea, inquerible, un monumento al poco garbo, como escribí en un poema que anda perdido. No me veía. No podía. Ni siquiera con un espejo.
Si la foto fuese a color tal vez se me vería el delineador celeste brillante. O los labios rosados. O tal vez no, porque prefería desde esa época andar la cara lavada. Entonces no sabía porqué pero era evidente que esos colores se veían raros en mi piel morena que, además, era aun más bronceada. Las pocas veces que iba a la playa volvía negra. Nunca me había sacado las cejas. No usaba perfume.
El TEEG es otra forma de decir bombeta. El tribunal de elecciones estudiantiles de estudios generales, con mi nombre y carné rellenados a mano con mi propia letra. Firmado por mi mejor amiga de la época. Impreso con esa letra pixelada. Lo llevamos a emplasticar a uno de los negocios de la U que entonces no se llamaba Calle de la Amargura. Ella se metió en el tribunal porque la invitó el muchacho que le gustaba. Yo me metí porque me lo pidió y por acompañarla y además porque me gustaba el mejor amigo de ella, que también terminó siendo miembro.
Trabajamos muy duro y dormimos tres noches en el espacio que había frente a las puertas del auditorio de Generales. Ellos, con familias con experiencia y gusto por acampar, con catres militares y equipos. Yo, que desde entonces no comulgo con eso de la naturaleza, llevé solo mi edredón y lo poco que dormí, lo dormí en el piso. Disfrutamos montones. Nos reímos. Hablamos muy serios de las cosas que a los 16 años parecen fundamentales. Sé que es decepcionante, pero ninguno quería cambiar el mundo.
Si alguien se hubiera enamorado de mí, no hubiera tenido ninguna oportunidad. Dije que me gustaba uno, pero en realidad eran dos y yo con las hormonas en pandemia. Uno alemán y el otro judío. Tan distintos, uno del otro. En realidad, ambos ticos, pero con una identidad muy clara. El alemán me llevó a conocer a sus papás y les contó, sorprendido, que yo tenía amigos judíos. Los papás lo dejaban tomar cerveza enfrente de ellos y le dieron un carro pequeño en el que nos fuimos en un guindo en medio de un pique en lo que después sería la 27, muy cerca de mi oficina. Le encantaba ir a la playa y windsurfear. Un día me llevó a su casa, cerramos todas las cortinas, encendimos velas y nos acostamos en el suelo con los ojos cerrados. Puso The Dark Side of the Moon a todo volumen. Me dijo “A Pink Floyd, para disfrutarlo, hay que sentirlo”. Fue la primera persona que conocí que no lavaba los jeans todos los días, sino cada dos semanas, más o menos. Tenía un olor particular que me encantaba y que aun reconocería en cualquier parte.
El judío era compañero mío en algunas materias de biociencias y en la cultural. Me llevaba a mi casa de vez en cuando. Íbamos juntos a ver las obras de teatro. Una de sus amigas me quería mucho y nos llevábamos muy bien. Con otra de ellas no tanto. Yo le decía un apodo bonito y para su cumpleaños le conseguí una tarjeta en Policromía con una tortuguita de caricatura que decía “Ayyyy… pero quién está de cumpleañitos?” Me parecía muy, muy guapo, muy dulce. Me llevaba a veces a su casa. Me contaba de su judaísmo, de su familia, de su hermano mayor, del año que había pasado en Israel. Era además brillante. Sigue siéndolo. Me lo encontré en este futuro, un día en un edificio mientras esperaba un ascensor. Se me acercó por detrás y me dijo que seguía siendo tan linda como la primera vez que me vio en la U y yo, sin volverme, supe quién me estaba hablando.
Un día se encontraron en el pretil y el muchacho alemán no quiso darle la mano que el muchacho judío le ofrecía. El muchacho judío bajó la mano y con su forma suave de hablar le dijo “Sus antepasados mataron a los míos”. Y el muchacho alemán, tan desubicado, le respondió “es una lástima que no terminaran el trabajo”.
Quisiera decir que hubo amago de pleito y que me interpuse entre los dos, pero no es cierto. El muchacho judío dio media vuelta y se fue. Yo no sabía qué hacer pero me fui con él, sin decir nada, solo acompañándolo.
Al final, quise mucho al muchacho alemán, por muchos años. Mentira. Lo sufrí mucho, como a un primer amor, sobre todo cuando de repente tenía novia por un ratito, pero me podía más el apego, la dependencia. Fue la primera vez que un hombre me decía que era bonita y yo quería creerle que era cierto. Ahora pienso la clase de lastre que debí ser para él. Lo molesto de estarme viendo ahí, esperando, siempre, en los paseos, en las actividades, en las fiestas, pero sabiendo que siempre estaba ahí por si él quería, aunque fuera un ratito. Nunca fuimos nada más allá que amigos con derecho de cuando a él le daba la gana. No importa. Yo necesitaba tanto a alguien que me quisiera que las migajas eran banquetes.
Luego se fue y al inicio del Messenger nos escribíamos cada cierto tiempo. Luego vino y volvimos a vernos y ya los dos éramos adultos y yo ya no creía en virginidades porque la había perdido hacía mucho y los dos vivíamos solos y pensé que sería mi oportunidad de hacerlo todo de nuevo y bien.
Y una noche de esas, mientras él estaba durmiendo, yo estaba sentada en su cama hecha un puño, llorando en silencio, con 28 años, oyendo el disco de Bosé que cantaba una canción de Silvio que él había puesto para complacerme, dándome cuenta, por primera vez, que esto no me gustaba. Que no me sentía bien. Que nunca quería volver a verlo.
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