Este es el segundo año que hay árbol de Navidad en casa. Con luces, bolitas, decoraciones. Se ve bonito. Apenas empieza a atardecer, enchufo las luces y me gusta verlo durante el día.
Puedo apreciar lo bonito que se ve lo Navideño, pero de alguna manera, me sigo sintiendo colada, falsa, disimulando, tratando de que me guste algo que nunca me ha gustado mucho.
De niña, Navidad era la fecha en que siempre rezaba para que mi papá viniera, aunque fuera solo un ratito en la Nochebuenas para verlo otra vez. Nunca vino. Nunca nadie se tomó el tiempo de explicarme que los muertos no regresaban, tal vez porque no querían herirme. Hasta que yo solita entendí.
Era una época de divisiones profundas, de recordarme que tenía dos familias: la casa de mi mamá, con mis hermanos y la familia de mi papá. Siempre me sentí culpable de tener acceso a otras cosas que ellos no. De sentirme tan ambigua, tan culpable, tan desleal.
Era una fecha triste. Mimí lloraba todas las Navidades por su hijo- mi papá- muerto tan joven y de forma tan repentina. Ella ponía portal, pero no arbolito. Y pasaba esas fechas llena de nostalgia.
Eran además fechas de mucha ansiedad. El almuerzo donde mi tío, estilo gringo, con pavo, relleno, uvas, manzas, peras. Aquel árbol bellísimo hasta el techo, decorado como en las revistas, los regalos envueltos en papel importado, con lazos divinos, los chocolates y los chicles gringos; la ropa nueva, los viajes a Estados Unidos. Y la esposa de mi tío, emborrachándose con apenas una cerveza, los pleitos, los hachazos, las ganas de salir corriendo, y casi siempre, el abuso, el desconcierto, la culpa, las lágrimas, sentirse sucia, no entender, el silencio. Han pasado muchos años, más de 20 desde esas Navidades y aun tengo pesadillas con ese edificio.
Aunque me pagué a ver, aunque siento que para mí ya no tiene el mismo peso, siempre lo pienso dos veces cuando alguien me pregunta porqué no me gusta la Navidad. Resumo diciendo que la asocio con recuerdos feos. Y siempre me pregunto si debería decir que fui víctima de abuso, si debería visibilizar el tema, si ayudaría a alguien que está luchando con el recuerdo o con el silencio o si simplemente incomodaría a todo el mundo. Entonces, usualmente, me quedo callada. En cierta manera, sigo siendo esclava del silencio.
Y tenemos árbol porque desde hace dos Navidades empezamos a hablar de la posibilidad de tener un hijo y Marcelo un día me preguntó cómo le explicaríamos a un niño que a su mamá no le gustaba la Navidad. No fue un reclamo. No fue una indirecta. Era una pregunta sincera, respetuosa de lo que para mí significa esta época.
Porque, para mí, es un reto. Por muchos años, ver esos árboles de Navidad hermosos en las tiendas y escuchar los villancicos, me sacaba las lágrimas. Aunque vivo sola hace casi 20 años, no tenía un solo adorno de Navidad. Ahora que los tenemos, busco cualquier excusa para atrasar o evitar ponerlos, y cada vez que los veo, es una lucha interna contra ese Christmas Blues que sigue ahí tan presente, tan hiriente, amenazando con empujar por el tobogán alto hasta el fondo de la tristeza. Es un equilibrio precario, que tengo que cuidar como la llama de una velita porque con cualquier cosa se paga.
Navidad ahora es una lucha constante contra la tristeza. Es un equilibrio precario, que tengo que cuidar como la llama de una velita porque con cualquier cosa se paga. Antes ni siquiera le ponía resistencia. Y si lo hago, es porque quiero que un hijo viva las Navidades de una forma diferente a como las viví yo. Quiero que vea a su mamá contenta e ilusionada. Quiero que tenga recuerdos lindos de las suyas y que no cargue con los míos. Lo hago por amor a ese hijo que todavía no conozco porque creo en el poder del amor, aunque suene cansado y cliché.
Esta es la primera Navidad en once años sin Fuser. Sin mi perrito adorado, taradito, enorme como un ternero, que esperaba la Navidad ilusionado probablemente pensando en todo lo que le darían de comer. Marcelo inició la tradición y le envolvíamos cualquiera de sus juguetes viejos en un papel arrugado y él era feliz despedazando el envoltorio y se alegraba genuinamente de encontrarse la bola babosa o el Fonejo que se aprieta y chilla.
Fuser era el cascabel de esta casa y se fue en Mayo de este año terrible que ha sido el 2016. Al irse, me enseñó, por primera vez en mi vida, a enfrentar el dolor de la partida de un ser querido. Me enseñó que es posible recuperarse de una pérdida. Me enseñó a lidiar con el duelo, a que existen otras maneras de condolerse y de vivir la muerte de un ser vivo cercano. Me enseñó que es cierto que todo pasa y que no es nada más una frase de maestros de yoga. Que el amor se transforma. Lo que Fuser me dejó fueron muchas enseñanzas llenas de amor. Hoy ya no lloro con él, pero lo siento conmigo todos los días y sé que lo que él fue y lo que me aportó, cambió mi vida. Y que aunque tenga otros perros, nunca dejaré de quererlo a él. Pero Fuser no me dejo triste para siempre. Fuser me enseñó que uno puede sanar.
Leo a la gente diciendo que este año ha sido terrible y no sé si lo ha sido de verdad o si simplemente es la vida. A todos nos pasa la vida y se mueren los papás de los amigos, se divorcian de sus parejas, se enferman ellos o sus hijos, hay accidentes, pérdidas de trabajos, pérdidas de amigos, pleitos, sustos de infarto, rechazos, traiciones, abandonos.
Ha habido malas noticias, pero para mí este año no ha sido malo. Tenemos todo lo básico y la ilusión de un cuarto chiquito que tiene poquitos juguetes y que ya está decorado. Cuando pienso en el año que viene, solo espero que sea igual o mejor a este.
Leo a gente a la que no le gusta la Navidad. A los que están tristes. A los que la desprecian por comercial. A los que se sienten empachados. No compro el cuento de que sea inmadurez o algún tipo de discapacidad emocional (¡¿PERO, cómo no le va a gustar la Navidad?! ¡A TODO el mundo le gusta la Navidad!) Los leo y pienso en mí y en mis viejas Navidades. Pienso si tendrán una historia atrás, si ellos también se están deslizando por ese tobogán oscuro hacia el precipicio. Pienso que todos tendrán sus razones.
Y si todavía creyera, le escribiría al Niñito pidiéndole que les de el amor que necesiten, no para convertirse en un eufórico Navideño de sobredosis de decoración kitsch, suéters feas y carros decorados de Rodolfo el Reno, con villancicos españoles en loop. No. Le pediría que les de la fuerza de ese amor que se necesita para intentar, aunque sea pasito a pasito, el precario equilibrio.
Update, 25dic16: Salimos a caminar a la U y me topé a uno de los mejores amigos de mi papá. Fue una ventana de cortísima duración a esa realidad alterna, donde mi papá no se muere y envejece como sus amigos.
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