Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

El lugar a donde asustan

El mío es un edficio, ya un poco viejo, que queda en el centro de San José, frente a uno de sus parques. Prácticamente cada domingo me llevaban a uno de los apartamentos, en el quinto piso. Desde la ventana podía ver a Rigo, que era un borrachito porque todavía no se conocía en Costa Rica el concepto de homeless o indigentes. Y eso que era 1980 y ya el dólar había dejado de valer 8,60. Las crisis de antes eran diferentes, supongo. Rigo se sentaba en una banca a tomar. Y a la par, su zaguatito: Comecuandohay.

Yo tengo pesadillas con ese edificio y específicamente con sus ascensores. Son pesadillas recurrentes, en las que me monto al ascensor y nunca llega a mi piso. Sube y baja sin control, a veces en horizontal, a veces en curvas. Y yo siempre con aquel terror, aquel sudor frío, aquella sensación de estar en un elevador que no me quiere dejar escapar. Y el terror de volver al quinto piso, de dónde no sé cómo logré huir y dónde me están buscando a gritos rabiosos y a dónde no quiero volver.

Desde que una de esas personas se pegó un balazo, yo me sentí liberada. No triste, no alegre, no neutra. Liberada. Libre. Solo con la cadena del mal recuerdo. Se pegó el balazo en ese mismo edficio, pero esta vez en un apartamento del segundo piso. Yo no vi el cadáver. Pero sí vi después la mancha de sangre seca. Sí, es impresionante. Pero yo necesitaba verla para asegurarme que esa persona estaba muerta. Yo no estaba aquí el día que decidió volarse la cabeza. Tampoco adelanté el regreso para estar en el funeral. Yo, allá lejos, celebré a mi manera, callada, viendo el pacífico, esa liberación del miedo constante, de la humillación constante, de la frustración constante, esa misma que se aplastaba en el asecensor. Y ese mismo día enterré todo, muy adentro del silencio. Y fue hasta casi 10 años después cuando pude repasarlos y decidí por primera vez hablarlo y le dije a Ella «Usted nunca supo. Mamá: él a mí me tocaba. Mamá, me tocaba«.

Fue eso, así poquito, lo que le pude decir y contar. Ella no quiso saber más. Yo no tenía más palabras para explicarle.

Ayer entré de nuevo al edficio, en mis mandados y recados navideños, que me tienen recorriendo San José de punta a punta. Antes de bajarme del carro a dejar el encargo, iba pensando en comprarme una diadema con cornamenta de reno y ponerme mi nariz roja para andar manejando en un ambiente más festivo.

Se me bajó la alegría apenas atravesé la puerta de vidrio. Me sentí otra vez de ocho años, de la mano de Mimí, viendo aquel lobby altísimo. Solo que ahora no era tan alto. Ya no tenía que inclinar la cabeza hacia arriba.

El guarda me preguntó si sabía a dónde iba. Yo este edificio lo conozco de memoria, pero le pedí que me diera direcciones. Subí al ascensor, que sigue siendo el mismo. Miento. Ahora es más estrecho, más pequeño, más incómodo que cuando yo subía pegada a las enaguas de mi abuela.

Sigue siendo igual de lento. Para cuando llegué al sexto piso, había tenido que controlar varias veces las ganas de llorar. No de las lágrimas. No. Las ganas de ponerme a llorar a gritos. Y tuve que respirar hondo varias veces para calmarme. Y decir en voz alta «Está muerta. Esa persona está muerta. Muerta. Muerta. Yo, en cambio, estoy viva. No pudo conmigo y yo estoy viva. No muerta.  Viva»

Toqué el timbre y pensé que se me abría a una de mis pesadillas. No de las recurrentes que me sueño ahora. Sino a la que me tocó vivir entonces, en esa otra época. Pero era otro apartamento. No era un umbral a mi antes indefenso.Me atendió una recepcionista preocupada porque me vio la cara color verde. Hice mis entregas y salí casi que corriendo. Pensé bajar por las gradas, pero era tarde y otra vez usaba zapatitos negros de charol de hebilla y me daban miedo las sombras de las gradas. Bajé los seis pisos lentos, en ese ascensor maldito, con los ojos cerrados.

Me subí al carro que me esperaba en la acera.  Yo pensé que podía, que ya no me afectaba, que eso había quedado ahí, con los papeles viejos. Pero ya afuera,  segura, en mi presente, grande, adulta, lejos otra vez de ese infierno, sí pude llorar.  Por lo menos un poquito.

3 gotas de lluvia en “El lugar a donde asustan”

  1. Terox dice:

    Me dejaste el corazón hecho un puño…

  2. Ameyal dice:

    Abrazo… grandote. Tengo mi propio edificio, mi propio muerto, mi propio infierno… mi propio miedo. Abrazo.

  3. Anchas Alamedas » Blog Archive » Día de muertos dice:

    […] de mi tío Adolfo. Una mujer alcohólica y drogadicta que hizo mucho daño y me enseñó a tener miedo y vergüenza.  Mi propedéutico de ataques de pánico. Recibí la noticia de su suicidio en California y Ella […]

Y vos, ¿qué pensás?