Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Momentos

Cuando se casaron, llegaron tarde los dos, con el pelo mojado, sin maquillarse ella. Sin peinarse él. Venían de un día de trabajo comunitario, de quitar miguelitos de las calles para que no se reventaran las llantas de los camiones que seguían repartiendo comida a todo el país a pesar de las huelgas del patrono.
Cuando fue 11 de setiembre, lo pasaron abrazados en el apartamento a tres cuadras de La Moneda, oyendo las bombas caer. Ella pensando en el auto que dejó en el parqueo del sótano del edificio bombardeado. El, en cómo llegar hasta su mamá y su hermano apenas se aclarara el humo.


Cuando vinieron por él, vinieron por muchos más y él los defendió diciendo que los demás no estaban en nada y a ellos los dejaron, a él no. Ella sospecha y sigue sospechando de una denuncia anónima de un familiar lejano de él. El le dice que nunca podrán saberlo y que no vale la pena.

Cuando llegó la primera noche, se acomodaron en la escotilla de forma solidaria: los más viejos y enfermos atrás, protegidos del viento y del frío. Nadie le reciba nada a los milicos. Que nadie se agache por un cigarro a medio fumar. La comida se reparte conforme a la necesidad. Mantengamos la disciplina. Mantengamos la dignidad. Y sin embargo, fue un infierno.
Cuando ella pidió ayuda a la madrina con influencia y contactos, con el marido alemán de origen borroso, pudo saber a dónde lo tenían a él, pero no le ayudaron a hacer nada por sacarlo.
Cuando le tocó tortura, lo taparon con una frazada y por debajo veía los zapatos de los demás. Y la voz del profesor de la Universidad que le decía lo que iba a pasar, lo que le iban a hacer, cómo resistir. Y los sonidos de los demás, sus llantos, sus suspiros, sus rezos. El olor del miedo, a orina descontrolada del terror. Y los zapatos debajo de cada frazada.
Cuando los soldados llegaron a la Universidad y le dijeron a ella que los esperara en el baño y se sacara la ropa y todos sabían lo que iba a pasar, don René se interpuso en el medio y les dijo “A ella no. Está embarazada” No una vez. Dos, tres, las que hicieran falta.
Cuando llegó el embajador sueco, con la lista de los detenidos que se llevaría con él, lo vio, en el centro del Estadio, diciendo los nombres uno por uno, valiente entre tanto milico, firme en su decisión e salvar gotitas de vida de aquel aguacero.
Cuando fue a buscarlo al Estadio, y con otras mujeres preguntaban en las rejas de la entrada exigiendo que les devolvieran a sus esposos, los milicos le picanearon la pancita con sus bayonetas y les echaron encima los caballos a pleno galope. A ellas, a un grupo de mujeres indefensas.
Cuando lo soltaron, no supo porqué. Caminó del Estadio a la casa. Subió los cuatro pisos en trance y cuando ella lo vio y gritó y quiso abrazarlo, se lo impidió “Monito, vaya a buscar lejía y potasa” Quería, urgía, quitarse el olor a muerte antes de darle un abrazo. En Chile, cuando uno quiere a alguien, le dice monito, perrito, chanchi.
Cuando tuvo la oportunidad de irse, se fue. Era diciembre y no tenía trabajo y no conseguía por ningún lado. Hacía de ayudante de un amigo con cosas menores, reparaciones, muñecos de tela. “Si no te vas, te matamos”. Un brasileño amigo le cedió su puesto en una beca de un país chiquito en Centroamérica.
Cuando llegó, se sentía aliviado y triste. Sentía la extraña ausencia de la violencia y de un ejército persiguiéndolo. La culpa de haber sobrevivido y estar en ese país mientras su familia seguía bajo la tormenta. Se comió un plátano maduro pensando que era un banano. Le dolía la guata. No, la guata no. La panza. Acá le dicen pancita a la guata.
Cuando llegaron los dolores de parto, era de noche y había toque de queda. Le pidió al bebé que aguantara un poquito, pero no se pudo. Salió hacia el hospital con su mejor amiga debajo de una sábana blanca de tregua. Era enero. Era 11 de enero-
Cuando nació el bebé, el papá supo muchas horas después, con un parche de conexiones internacionales, una voz lejana y carrasposa le confirmó que había nacido, un varoncito, y que estaban todos bien. Pegaba gritos de alegría.
Cuando ella fue por el pasaporte, tenía miedo de entrar a la oficina y no salir. Tenía miedo de que le quitaran al bebé. Tenía miedo de que le dijeran que no podía irse. Tuvo miedo cuando llegaron al aeropuerto, cuando se montó al avión, cuando llegó al país tropical con el niño en brazos vestida de otoño. Tuvo miedo hasta que lo vio a él, que la esperaba sonriendo.
Cuando ahora le preguntan a ella si le hace falta Chile dice que no. Que aquí lo tiene todo. Que el río que pasa al lado de la casa, es su Mapocho. Que las montañas en las que vive, son su cordillera. Que su mundo, su vida, su todo, es su esposo. Que tiene todo lo que necesita con ella.

3 gotas de lluvia en “Momentos”

  1. Madio dice:

    Termine llorando. Solo puedo intentar imaginar el dolor y la impotencia.

  2. Ilana dice:

    Solecito, sos tan, pero tan puntual… Recuerdo por qué te quiero a través de tus palabras… Gracias por compartir el dolor de este mundo. Gracias por cargarlo en conjunto. Gracias por aliviarlo.

  3. Gabriela dice:

    Dos palabras resumen todo tu desgarradoramente bello relato: miedo y esperanza.

Y vos, ¿qué pensás?