Aterrizó después de 40 horas de vuelo, añejo, con los ojos irritados, agotado, despeinado, medio apestoso pero feliz de haber llegado a la patria. Lo recibí en un silencio emocionado, no tanto de la impresión de verlo de nuevo sino porque mi hipotiroidismo me tiene amordazado el alemán y no me salía ni media frase sin convertirla en anglicismo y con las declinaciones equivocadas. Yo Sole, vos Julian.
La noche antes, su cuarto había sido redecorado, aireado, limpiado, convertido de bodega en habitable, sábanas lavadas y cambiadas y momentos antes de ponerle el edredón con el olor a hogar de Persil, Fusi, queriendo ser parte del comité de bienvenida, se depositó él con sus cuatro bolas favoritas, llenas de mordiscos y babas en media cama, obligando a cambiar todo de nuevo.
Después de comentar la rabia evidente para cualquier extranjero de las carreteras nacionales, pedir la traducción de staub (“puta presa”), aprender el uso coloquial de mae y pura vida, adoptar a Fuser de primera chupeteada que insistió dormir con él en el cuarto, acomodó valijas, mandó correos, se lavó la cara.
Le entregué el paquete de primeros auxilios: chip de Kölbi, lista de teléfonos de urgencia, instalación de waze y de Guasap, un super protector solar en spray, repelente anti moscos, ungüentos para quemadas y dolores musculares y 3 o 5 diferentes medicinas para panzas revueltas y diarreas. Me sentí como traficante, sobre todo porque el viene de un país donde lo único que venden sin receta son pastillitas de lavanda para los nervios.
Sugirió hablar en inglés para practicar el suyo y derrumbar mi silencio, sin calcular que a partir de ese momento yo no me iba a callar más hasta que lo puse en el bus para la playa, con datos, anécdotas, historia, factoides, información variada. Mi mejor fase de guía turística frustrada.
Le preguntamos qué quería cenar, preparándonos internamente para llevarlo a un restaurante argentino:
– ¡Tacos!– respondió.
Esa noche comió tacos de ventana donde Manuel en Montes de Oca, jalapeños rellenos de queso y sofritos, empanadas arregladas. Cerró con un vaso del agua del tubo. A la mañana siguiente, gallo pinto nica, tortillas palmeadas, queso de la feria, papaya, mango, sandía, melón y natilla. No paró: empanadas de plátano maduro, nances, fresco de cas, platanitos, yuquitas, yuca frita, agua dulce, tamal asado, bizcochos, palitos de pan, Imperial (“No tan mala, pero tampoco es cerveza alemana”), gallos de carne, lengua en salsa, chorizo, salchichón, chilero, tamarindo, ensalada de repollo con tomate, fresco de guanábana y mamones; les presento a Julian. Julian, te presento a América. Juré que esa noche se iba a ir en caca, pero otra vez comimos, esta vez turco y durmió como un bendito. Sus bacterias estomacales sobrevivieron.
En el volcán, pudo ver el cráter en lugar de un muro de nubes y quiso caminar por todos los senderos. Pude confirmar que los turistas de más de 80 años, tienen mucho más aire y resistencia que yo. Tuve que parar varias veces a tomar aire mientras subíamos por la montaña. Por primera vez en mi vida vi tantos bichos en ese Parque: pájaros variados, ardillas y lo más sorprendente de todo, un armadillo en total libertad, que casi nos pasó entre los pies, como si lo hubiera contratado para un cameo appearance.
En las cataratas, nos mandamos con la fuerza de conquistadores españoles a conquista la jungla siguiendo senderos de concreto. Se puso un tucán en el brazo, con foto y propina. Teki, se llamaba y se comporta como mi periquito Lucío, que tuve cuando tenía 8 años. Yo me negué alegando la generosidad de cederle la exclusividad hasta que Marcelo me echó al agua revelando que a mí los pájaros me dan mucho asco. Vimos monos, correteamos mariposas de todos colores para tratar que se nos pararan en la mano, tratamos de fotografiar colibríes y recorrimos todas.las.putas.CATARATAS. “¿Querés ver la catarata escondida?” “Warum nicht? Why not?” “Porque si la vemos tenemos que bajar un vergazo de gradas y peor aun SUBIRLAS DE VUELTA”. Pero no lo dije y lo complací en todo lo que pidió.
No pude ir a nadar, pero el dolor de piernas que no me dejó dormir me confirmó que había hecho la cuota de ejercicio del día. Sentía que se me arrancaban los músculos de las piernas y en las pantorrillas, astillas enormes de ácido láctico desgarrándome que me obligan a caminar renqueando, inmunes al cataflán.
Fue a la feria y regresó maravillado. Lo llevamos a recorrer la avenida central mientras era hora del bus que se lo llevaría a Guanacaste. Una prima nos dejó entrar a ver el Teatro Nacional por dentro (“Se ve viejo”. Ojo, no bonito. Viejo) Yo me moría de vergüenza de la suciedad, lo pequeño, el calor, las palomas, lo ridículo, las ventas callejeras, la pobreza, lo feo. Cuando me disculpé, él no entendía, porque estaba fascinado y así me lo dijo.
Argumentó ser un alemán distinto, aquejado por la puntualidad neurótica, pero no por esa preocupación gris por el futuro, más centrado por el aquí y el ahora, con ganas de ver el mundo, desafiar el orden establecido del desarrollo, meditar con brincos y gritos, hacer yoga al amanecer, surfear y bailar tango.
Un helado de la Pops en la Plaza de la Cultura de mano y coco en cono azucarado (“sabores de Costa Rica”), antes de irlo a depositar a la terminal en Barrio México que no ha cambiado desde 1964 y tampoco ha recibido mantenimiento. Mientras hacíamos fila para comprar el tiquete, me permití una broma “Idéntica al Berlin Hauptbahnhof, verdad?” “Idéntica”- me dijo. Y nos reímos. Ese despliegue de sentido del humor, tan raro en los bárbaros, confirmó que ya le había pasado el jetlag y la zambumbia de comida que había ingerido en 36 horas lo había aclimatizado.
Le cambiamos euros a colones, descubrió que lo habían estafado con el cambio en el aeropuerto, ofreció pagarnos la cena de la noche previa aunque los precios le parecían más caros que en Europa. Cuando no entendía porqué no le quería recibir plata, le expliqué que en Alemania yo había sido tan feliz que me dolía la cara de tanto sonreír, que la experiencia me había cambiado la vida y que eso se lo agradecía a la generosidad de su madre y su familia. Que nunca podría pagar tanto cariño y que eso es lo menos que podía hacer en ese momento: pagar por la pita y el hummus del carísimo restaurante del turco del día previo.
Quiso saber cómo reconocer el bus en aquel desorden, mientras esperaba en las banquitas. Le dije que tendría un rotulito con el destino, que la hora de salida era una guía, pero no infalible, y que tenía asiento numerado. Le advertí los riesgos del vino de Coyol y sus efectos. Le aseguré que le había enviado un correo con fotos y nombres de todo lo que había probado.
Lo dejamos ahí sentadito para irnos a recuperar sueño, dispuestos a volver a comer hasta el martes. Le rogué que me avisara que llegó bien y completo, que respetara y complaciera mi instinto de mamá gallina. Y no lo hizo.
Es un adulto de 28 años, pero dice mi jefe que en Europa, aunque tenga una maestría y viva solo, es como si tuviera 14. Un pollito inocente de las formas en que se desarrolla la intriga en el tercer mundo.
Mientras me carcomía la preocupación del destino de ese macho de metro noventa y qué le iba a decir yo a la madre si me lo secuestraban, me recriminé no haberle enseñado más español. Específicamente, la utilidad enorme de la expresión mitad saludo, mitad reclamo: “¡Diay, jueputa!”
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