Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Vieja

desde la isla de

Amanecías apenas. Nosotros íbamos caminando por ese parque de barrio a medio iluminar, cuando lo vimos venir. Añejo, era evidente, pero vestido con la ropa de salir que se usa cuando uno aun no se baña y no quiere salir a la calle con los chuicas de piyama. Los jeans arrugados y la camisa de algodón a rayas llena de la pelusilla de muchas lavadas. El pelo revuelto, recién despegado de la almohada

Renqueaba, claramente. Una pierna totalmente tiesa. El peso despeinado y los anteojos con efectos especiales, que se ponen oscuros conforme se va iluminando el día. Llevaba una bolsa de plástico blanca y en la misma mano, algo que brillaba.

En la segunda mirada, eso que brilla tomó forma y era un cuchillo, sin duda alguna. Un cuchillo de cocina afilado, de mango negro, en la mano, abiertamente, en un parque de barrio, solitario porque no son ni las seis de la mañana de un sábado santo.

Pesé muchas cosas: en un asalto, claro, pero desde la última vez ya no llevo nunca el celular cuando salgo. Un indigente, tal vez, un loco, de esos que ahora abundan  en el barrio. Un irresponsable dueño de un perro que lo anda suelto y en la bolsa junta los desperdicios.

Se acerca a un árbol y se queda viendo al cielo, hasta que sonríe y con un acento chileno, dulce e imperdible, cálido como el sol que estará aquí a las diez de la mañana, intercalando carcajadas entre frase y frase. Una melodía del sur bailándome una cueca en el oído:

“¡Hola vieja! ¿me hai echado de menos? Ven, ven a saludarme viejita, que hace días no te veo. Mira lo que te traje mi viejita hermosa, ven, déjame mirarte. Te va a gustar, te digo. Ya poh… ven, vieja, no seai porfiada”

Con la otra mano saca de la bolsa de plástico blanca un banano. Con el cuchillo de filo, lo pela y lo corta. Lo acerca al árbol y la sigue llamando, coqueeándola, incitándola, y ella, ntojada, baja por el tronco, toda peludita ella, escurridiza y nerviosa, hasta subirse al brazo del hombre que tiene un cuchillo en la mano y comerse, tranquilamente, sentadita con la cola de ardilla parada y elegante, el pedazo de fruta.

Y así, en cada árbol.


Gotitas de lluvia

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