Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Guacal

desde la isla de

El guacal es típico de Centroamérica,  el fruto redondo y grande un árbol pequeñito, un fruto de paredes muy gruesas y muy duras, que se usa como recipientes o cestas. Dice el diccionario que las semillas del guacal son comestibles y que saben a regaliz. No las he probado nunca. Y creo que el regaliz no me gusta.

 “Te hicieron corte de guacal”, me decía, cuando me veía llegar con la pava recortada por encima de las cejas y el pelo en corte de paje, mi look oficial hasta los 19 años. Y me demostraba con uno de los muchos guacales que siempre tenía en la casa, cómo me lo habrían puesto en la cabeza y cortado alrededor, para llegar a lo mismo, confirmando que pagar por un corte que ella podía hacer en la cocina, era un desperdicio.

Cada vez que Mimí veía guacales en el mercado, los compraba. Un guacal tenía menudo, otro jabones de lavar, la lora comía masa en un guacalito más pequeño, un guacal en la pila, varios en la cocina, un guacal con botones sueltos, otro con hilos, uno con cositas pequeñas que iban apareciendo por ahí y una torre cortita en la bodega para lo que se pudiera ofrecer. A falta de plato, guacal. Y los que se usaban para comida, había que curarlos. Entre más naturales, mejor. Nada de grabados, tintes, adornos o barnices.

Donde Mimí uno se bañaba todos los días, temprano y con agua fría. Solo por enfermedad, había el lujo de agua tibia. Mimí hervía el agua en la cafetera y hacía 4 o 5 viajes al baño segundo piso, sosteniendo el culito de la cafetera con un limpión, hasta llenar el balde. Yo tenía que estar lista y atenta, sin distraerme en nada, para el momento en que ella probara la temperatura con el codo y me avisara que el agua estaba lista.

Mimí me cubría de agua tibia a poquitos, me enjabonaba con cariño mientras me hablaba y me hacía cosquillas, para enjuagarme de nuevo con agua tibia hasta terminar. Era un acto de amor, un rito antiguo inaugurado por ese primer bebé que tuvo en brazos y le tocó criar.  Yo me dejaba hacer y Mimí me dejaba como un ajito. A eso, a mi abuela diciéndome te quiero muchísimo, yo le decía bañarse con guacal y a veces lo pedía como parte del derecho al capricho

Cuando la sacaba de quicio, insistiendo en cualquier cosa que me interesara en el momento, desatendiendo las advertencias de “Deja eso quieto” , “Sosegate criatura que te vas a caer” o “Niña, tenga juicio” y llegaba con un dedo cortado, una rodilla chollada, un golpe fuerte, un vestido manchado o cualquier otra desgracia, Mimí confirmaba que me lo tenía bien merecido: “Te sentaste en el guacal hasta rajarlo” antes de sentarme en los regazos y consolarme por la última trastada.

Hay una imagen que no me abandona: La de Mimí bañándose  en el cuarto de pilas, a media luz del amanecer casi siempre de un sábado.  Desnuda  y de pie como una Venus Latinoamericana, con el pelo largo, lacio, plateado y suelto, sin el moño diario para poder lavarlo. Se bañaba, por modestia, con los ojos cerrados, de pie en una gran palangana de lata, la concha marina de su nacimiento. Una diosa todopoderosa, morena, recia, arrugada, nutriente, fuerte y en su mano, el guacalito sencillo para echarse agua por todo el cuerpo. Mimí, mi abuela.

 


Gotitas de lluvia

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