Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Mercy

desde la isla de

Anoche me soñé con mi Tío Adolfo y una de sus últimas esposas, probablemente la mujer a la que él más haya querido de la multitud que estoy segura tuvo en vida. Fue una mujer bajita, muy blanca, de pelo largo y negro, muy linda, con ese olor permamente a Chanel N° 5; que se pegó un tiro en medio de una de sus constantes borracheras. Digamos que se llamó Morticia. Mi tío le decía “Muñequita”

Era una fiesta en un lugar setentero como una discoteca, oscuro y lleno de espejos, con luces indirectas. Puede que sea el lugar de la inmortalidad donde estén ellos ahora, su propio cielo, porque los dos están muertos.

Se veían igual que en vida, en esos momentos previos a que a ella se le subiera el guaro o lo que se estuviera  metiendo en el cuerpo en ese momento. Ella vestida de negro, su sonrisa encantadora, el pelo recogido, los labios rojos, el maquillaje perfecto, el anillo carísimo en las manos, viéndolo a él con una adoración que nunca volví a ver en ninguna mujer cuando ve a alguien querido.

El, enorme, elegante en su traje entero y su camisa francesa de monograma y sus mancuernas. Su Cartier en la muñeca. Mi tío siempre me pareció un hombre encantador y oscuramente guapo, con su altura, sus ojos claros, el tono de su voz, su risa, sus manos, su olor a Aramis y a hombre.  La forma tan particular de caminar, que probablemente me recordaba siempre a Alejandro.  La obediencia infantil que le tenía a Mimí. Aquel hombrón volvía a tener 6 años cada vez que mi abuela llamaba al orden o simplemente le decía “Papito”.

Yo estaba en la fiesta de ese sueño, pero mi yo de ahora, con lo que sé y con lo que recuerdo hoy. Alguien me decía “Ahí viene tu tío con Morticia” Y la sensación volvía a ser la misma de hace tantos años: la alerta, verlos acercarse, tratar de adivinar cuán borracha estaría Morticia.

Así como mi tío no tomaba nunca, el alcoholismo de Morticia era legendario. Ya la tenía tan destruida que no necesitaba mucho para estar hasta el culo. Quebraba los platos de la mesa en la que estábamos comiendo. Insultaba a mi tío con malas palabras o echándole en cara sus infidelidades (muchas, por cierto).  Le dedicaba canciones desgarrándose con el mariachi. Hacía comentarios hirientes e inapropiados a todos. Se tropezó u atravesó una pared de vidrio de un restaurante en la caída. La echaban de lugares finos, por borracha. Mi tío parecía aguantar todo eso estoicamente y, a veces, hasta de forma cobarde. Nunca supe porqué. Pero era impresionante verlo sometido a la violencia de aquella mujer pequeña. Todos seguíamos su ejemplo y nos quedábamos callados cuando ella empezaba “con sus cosas”,  una sensación muy similar a esperar que pasara un bombardeo.

Recordé que gracias a ellos y a su formar particular de ser de cada uno y juntos, aprendí a siempre estar alerta, a detectar hasta los cambios más pequeños en el comportamiento de una persona, a desaparecer en la pared, a no ser notada. Aprendía  desconfiar de todo, a despreciar el licor, a sentir mucho miedo, a tratar de disimularlo. A estar lista, en cualquier momento, para cualquier cosa.

Aprendí, además, sobre el poder y sus manejos. Mi tío y su esposa abusaron de mí por años. Sexual y psicológicamente. Particularmente mi tío tenía una habilidad superior en el manejo del poder de una forma muy macabra. Los juegos de poder y sus consecuencias, el rechazo y a la vez la poderosa atracción que ejercen sobre mí, es algo que entró a mi vida muy temprano y con lo que he tenido problemas desde entonces y el extraño talento de detectarlo a kilómetros de distancia. Algo que irónicamente me ha servido mucho en mi carrera como abogado.  Me aterra y me atrae. Me atrae y me aterra.

No en vano House of Cards me encanta y, a la vez, me espanta. Mi tío fue el Francis Underwood de mi vida. La serie me fascina y a la vez me genera una ansiedad casi insoportable. Frank es un hombre encantador, guapo, interesante, inteligente, sin asco, con cierto gusto por el dolor ajeno y malo. Igual que mi tío.

En el sueño yo sabía que no le podían hacer nada a la Sole de hoy. Pensé en salirme de las sombras y enfrentarlos. Decirles que me acordaba de todo. Disfrutar de su cara de sorpresa y de sus negativas mentirosas. Pero se veían tan felices, tan contentos juntos…Pensé que no valdría la pena recordarles sus fases más oscuras o que yo era testigo y víctima de todo eso. Que no tenía derecho a arruinarles su momento.

Hoy venía escuchando esta historia. Un cuáquero que en la Atlanta de finales de los 60, adoptó a una niña negra, que después, ya adulta, volvió a su ciudad natal para trabajar con niños como ella. Fue asesinada por un adicto al crack que además la violó. El, que no cree en la violencia, el día que supo la noticia dijo que mataría ese bastardo y sintió odio.  Es un hombre de 88 años que perdió a una de sus hijas de la forma más violenta posible y explicó cómo pudo perdonar al asesino.

Particularmente, se me quedaron dos de sus frases “When you hate, it is like taking poison”, cuando explicaba que el odio se sentía igual el primer día que veinte años después y cómo él no quería vivir así, con esas imágenes tan dolorosas atravesándosele en cada momento de su vida.  También dijo “When you really forgive someone, you start caring for them” , para explicar porqué empezó a intercambiar cartas con el asesino y le enviaron un paquete de Navidad.

Lo recordé porque mi tío y Morticia, a su manera, también asesinaron en mí algo muy preciado, aunque en ese momento yo no me daba cuenta. No fue como quebrar una ventana. Fue más bien como quebrar un vitral de colores de una antigua iglesia gótica en la colina de una ciudad de cuento de hadas en algún lugar de Europa. Fue tan doloroso y tan impactante – y aclaro que no me refiero a lo físico- que permaneció bloqueado por muchos años.

Y esa noche, viéndolos tan contentos juntos, queriéndose tanto, sonriendo, en su charco; supe que me alegraba por ellos. Que de alguna forma extraña era bueno que estuvieran juntos para la eternidad, fijados en el tiempo,  haciendo una de las cosas que más disfrutaban, los anfitriones botaratas y perfectos.

Al escuchar el podcast, me di cuenta, además, que hacía tiempo que los había perdonado; porque no recuerdo la última vez que registré odio por lo que pasó o hacia ellos.  Que el perdón es la manifestación de mi mantra de infancia, incluyendo aquellas horas en las que estaba a merced de ellos: Llegará un día en que todo esto no va a pasar, donde esto esto no me importe ni me duela. Un día sin llorar. Un día en que no tenga miedo. Y que todo eso, a la vez, tiene que ver con dejar de luchar contra el pasado que no puedo cambiar, con bajar los brazos, con entregarse, con aceptar. Con entender, aunque no sea en toda su intensidad, que this, too, shall pass.

Me alegró ver que en la eternidad no viven en la podredumbre ni en el infierno al que sometieron a tantas y tantas personas, sino en esa canción que Morticia cantaba con tanto sentimiento, acompañada por marichis y que le dedicaron el día que la enterraron, mientras mi tío lloraba desconsolado, hincado en el suelo: “Amor Eterno”

 


Gotitas de lluvia

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