Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

1948: Dos historias de una familia

desde la isla de

Aquí la I parte de este post

La de Ella

Le pregunté a Ella. Dice que Lalo, mi abuelo, se lo dieron a los Ortega desde muy joven para que trabajara. Dejó El Tejar de El Guarco, donde había crecido, para venirse a San José, a trabajar a la Cervecería Costa Rica, en ese tiempo, a un costado del Parque La Merced, donde aun tiene oficinas.

Fueron los Ortega, los dueños,  los que lo educaron, le enseñaron el negocio, cómo llevar los libros, cómo comportarse como un caballero y hasta cómo vestirse. Por eso hay fotos de Lalito siempre elegante, de traje entero de corte perfecto, corbata, pañuelo y sombrero. Un par de veces he oído que era mujeriego. Es cierto que mi abuelo era un encanto, con cejas gruesas y los ojos de él, no sé, te veían bonito.

Para el 48, mi abuelo estaba casado, trabajaba en el mismo lugar, donde además vivía y tenía 4 hijos. Veía la Cervecería como suya y no permitía que nadie entrara o tratara de hacerle daño. Dice Ella que recuerda una noche que llegaron a buscarlo para llevarlo preso y él estaba escondido, pero no sabe de qué bando. La cervecería era además un lugar estratégico por estar al lado del Hospital San Juan de Dios.

Lalo nunca les habló a sus hijos de la guerra y ellos solo recuerdan a mi abuela materna diciéndoles que se escondieran debajo de las camas y que no salieran hasta que dejaran de oírse los disparos.

Era furioso calderonista. Una tía de él, Jacoba, se casó con un hermano del Doctor Calderón Guardia. Y durante su exilio, mi abuelo sacaba de su salario de empleado de oficina todos los meses una parte para mandarle al doctor, como lo haría años después con Alejandro, con Ella y conmigo, para ayudarnos, cuando vivíamos lejos amparados a una beca.  El Doctor le respondía agradecido con cartas que mi abuelo atesoraba. Cuando alguien viajaba a México, Lalo insistía en mandar pejibayes y tamales y antojos cartagos para el doctor que añoraba la patria.

El hermano menor de mi abuela materna, Hugo, era endemoniadamente liberacionista- me dice Ella- como quejándose de una malacrianza que no se corregía. El mayor de esos hermanos, Beto, todo lo contrario. Los dos de alzaron en armas y se encontraron cara a cara en la batalla del Tejar del Guarco. A Hugo, de 16 años, lo habían detenido los liberacionistas y lo iban a fusilar. Lo reconoció un vecino y corrió a avisarle al hermano. Beto lo llegó a  buscar y le entregó a los hombres de don Pepe el anillo de matrimonio de la mamá de ambos, ya fallecida. Oro a cambio de la vida de ese mocoso insolente. De los demás hermanos de mi abuela, apellidos que aun resuenan en Cartago, se sabe poco. Supuestamente se mantuvieron neutrales, pero yo no creo eso.

La de Alejandro

De Mimí le pregunté a mi prima mayor. Riéndose, me advirtió “Vos sabés que abuela era una gran exagerada”.  Para el 48, Mimí tenía 28 años y criaba tres hijos y un sobrino. Era una mujer alta, morena y recia. Ella decía que era la encargada de las rondas de vigilancia del sector de la Peni y la Botica Solera, muy cerca del bajillo donde vivían en esa época. Se ponía una cobija al hombro y según ella, con el rifle o el chopo que le habían encargado para sus labores de seguridad militar, salía todas las noches a hacer la ronda.

Era mariachi, Mimí. Mariachi. Y nunca me dijo. Una mariachi nicaragüense que no tenía ni siquiera papeles de residencia ni tuvo hasta entrada la década de los setenta.  Es probable que haya sido Calufa el que la haya carboneado políticamente y ella, por más plantada, se alineó del lado del hombre que esperaba en una esquina solo por verlo pasar fumando y que él la saludara.

Se reía mucho contando ese cuento. A mí me decía que tenía las dos banderas escondidas en la casa y que a los dos bandos les vendía comida, riéndose de su habilidad para acomodarse en medio del conflicto.

Su única nostalgia, parece, eran los muchachos del barrio, sobre todo los más jóvenes. Todas las mañanas se oían los llantos y los gritos de alguna mamá de una casa vecina cuando se enteraba que la noche antes, su hijo se había ido y en algún papelito revelaba que se unía a la revolución, a la guerra, a la causa.

También recordaba el temor de las familias a ambos bandos, sobre todo a los mariachis, que entraban a las casas y se robaban las cosas, los animales, la comida y le faltaban el respeto a las mujeres. Por lo menos eso decía ella.

Pienso en Mimí y en todas las cosas que me contaba de su vida y no sé porqué nunca me contó nada de esto. Ni de las verdades ni de sus habladas.

Tal vez ella supo ver a la chiquilla asustadiza que se le sentaba en los regazos, que le tenía miedo a cosas imposibles que leía en los periódicos como el fin del mundo,  erupciones volcánicas apoteósicas, la llegada de las abejas africanizadas, la película de Pájaros y, sobre todo, a esa guerra omnipresente en las imágenes de blanco y negro de las noticias.  Lo percibía en mis pesadillas, en las noches en que me levantaba a caminar por toda la casa, profundamente dormida, pero con los ojos abiertos. Es posible que Mimí supiera que yo vivía  con miedo y quisiera protegerme de los horrores reales.


Gotitas de lluvia

5 respuestas a “1948: Dos historias de una familia”

  1. Que raro que no hablaran de esa época, cuando uno ha crecido con la idea de que era de lo único que hablaban. Probablemente vieron más cosas feas de las que uno se imagina, y de por ahí venga esa lealtad exagerada e incondicional hacia un lado u otro.

  2. ¿Y no deberíamos hablar de todas esas cosas? ¿Cuánto daño ha hecho quedárselas adentro?

  3. […] hombre libre para construir una sociedad mejor. « Sole vs las falacias en la politquería 1948: Dos historias de una familia […]

  4. Encontré una ferenrencia en el libro de Los Niños y Niñas del 48, que creo que se refiere a mis tíos abuelos, aunque el apellido estpa equivocado. Ellos eran apellido Navarro Leiva. Todos los demás datos coinciden. Quirós, que es el apellido que la autora del relato les asigna, era el apellido de su cuñado, mi abuelo, un apellido de por demás común en Tejar. El relato es de Yamileth Hernández Padilla, que aunque no lo vivió, dice haberlo escuchado en la zapatería de su papá: “Según decían, que cuando los figueristas llegaron al Tejar de El Guardco y ganaron, para no cargar con los heridos los tiraban en zanjas junto con los muertos. Entonces le echaban canfín a los heridos para quemarlos. Cuando desde el foso, Beto Quirós gritaba “Hugo, Hugo… soy yo, no me queme” Y al ver Hugo que el que gritaba era su hermano calderonista, se tiró al hueco y no solo sacó a su hermano sino también a primos y amigos. Entre ellos, una amistad de mi familia llamado Noé Piedra” Pag 220 Recuerdos de mi niñez y del 48

  5. Hoy mi mamá cambió el recuerdo o agregó otro: Beto Navarro iba herido en una ambulancia, le habían disparado en la batalla de El Tejar. Los figueristas detuvieron la ambulancia por control, entre esos figueristas estaba su hermano Hugo. Beto le reconoció la voz y lo empezó a llamar para que supiera que iba herido. En esta versión, Hugo salvó la vida de Beto y Beto quedó renco producto de una bala en la rodilla que nunca le pudieron sacar. Ellos dos se querían mucho. Beto era el mayor de los hermanos y Hugo el menor. A ambos, un tío o algo así, Jesús Navarro, les heredó una finca por partes iguales. Mi abuela Nena recordaba constantemente que en la finca de Cuco Arrieta se hicieron zanjas para quemar a los muertos y evitar la peste. Además, muchos de los vecinos de El Tejar abandonaron el pueblo antes de la batalla. Mi quería abuela afectiva, Mami Florita, que vivía al costado sur de la Iglesia La Merced, por ser una niña bien, pasó la guerra y todas esas épocas duras en una finca en Liberia

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