A una de mis clases de chapoteo, llega una compañera, que para efectos literarios, vamos a llamar Misinga. Misinga siempre llega de mal humor o por lo menos eso es lo que le traiciona lo malencarada. Su expresión facial de reposo es esta. Por alguna razón curiosa, siempre entra ya en vestido de baño. Parece que se vino descalza, de gorra y anteojos puestos, calentando en el carro.
Siempre exige carril solo para ella. Si no lo dice, hace una mueca que lo deja claro. Nada con violencia, porque todos los demás somos muy lentos, muy débiles, muy malos o muy nuevos y ella necesita toda la anchura para exponer su talento acuático. Siempre se queja de sus tiempos y sus técnicas, solo para que le digan que lo hace perfecto. Dice que no sabe hacer el triple salto mortal en el agua y al primer intento le sale de torneo. No sonríe nunca y hasta padece, muy sufrida, los piropos. En lugar de llegar a nadar, llega a matarse. Es un toro bravo de los que les gusta la sangre. Debería jugar hockey o rugby en lugar de andar chapoteando.
Todo eso lo observo desde la seguridad de mi carril de tuercas triple A, pero aun así me choca. Me alegro de no estar en el nivel de ella y me refugio en mis compañeros, que, como yo, se mueren de risa cuando nos exigen algo o cuando nos dicen que solo funciona si duele. Nosotros nos conocemos las fuerzas (pocas), compartimos debilidades y aplaudimos cuando ponen a alguno de ejemplo o alguien nada 25 mariposa sin ahogarse.
Entonces Misinga no me debería importar, pero resulta que me importa. Es más, me molesta. Y no tanto por lo que hace en la piscina. Me explico:
Ya una cuando se siente con confianza y después de resfriarse cada dos semanas, opta por cambiarse en el vestidor de la piscina para irse sequito a la casa. Obvio, eso tiene su logística de si me baño en pelotas o con vestido de baño, si me lavo o no el pelo, dónde queda la ropa para que no se arrugue, que las cremas, que el peine, que esto y que lo otro.
A Misinga nada de eso la atrasa. Se mete a la ducha en pelotas, que podría ser lógico (podría, porque habemos muchas que nos metemos en vestido de baño y nos lo quitamos adentro) y sale en pelotas, que también en lógico. Pero en lugar de buscar de inmediato los calzonillos y ponérselos, se queda en pelotas hasta que le da la gana o ha logrado espantar a todas las del vestidor.
O sea, en pelotas se seca el pelo con el paño. Se sienta en la banca a examinarse las uñas. Camina por todo el vestidor buscando algo. Desfila chinga. El vestidor es su pasarela y nosotros su obligado público. Llama por teléfono por nada urgente. Contesta si la llaman. Regaña gente. Se quita el bloqueador. Se aplica los afeites. Y todo, todo, en pelotas. Campaneando por todo lado. Y perdóname, pero no tiene el cuerpo de Cindy Crawford. De la Crawford ni a los 25 ni a los 54.
Y no sé si es un tema de cuerpo o de qué cosa. A todas las mujeres nos acompleja el vestido de baño. SI quiere ver una mujer traumada, póngala a probarse un vestido de baño y que se vea al espejo. Y ojo que lo que la acompleja no es la desnudez. Es lo que ella ve gordo. Y no importa cuántas veces le repitan que todas tienen celulitis, que los hombres en eso no se fijan. Nosotras sabemos que el peor enemigo no son los hombres: son las pirañas que se esconden en cada amiga. Por eso entiende uno cuando mi profe de chapoteo cuenta de señoras que llegaban a hacer la clase en pantalones de buzo antes que mostrar las piernas.
Hay otra cosa: andar chingo libera. Es la señal más pura de sentirse uno cómodo y en casa. Pasar de nadar con buzo (pesa en puta y es incómodo) a andar en vestido de baño sin la conciencia de andar semi desnudo, es un logro. Darle vuelta a toda la piscina libremente, como si uno anduviera vestido completo, pero en vestido de baño, es un logro. Caminar normalmente, sin tratar de irse tapando ni muy rápido, no ponerse el paño en la cintura, no fijarse en los demás, dejar de sentirse conspicuo y evidente, es un logro. Dejar de mortificarse por el cuerpo, es un logro. Para mí, el triunfo fue bañarme en el vestidor y que no me molestara. Sentirme segura y cómoda. Eso sí, yo no salgo de la ducha sin envolverme en un paño talla LG: La Giganta. Lo mío es poco a poco.
Y así ha sido toda la vida. Me acuerdo de los vestidores oscuros en Ojo de Agua y de la leyenda urbana que eso de andar chingo de un lado a otro, es más cosa de hombres y para las mujeres, en caso de ser bailarina o modelo. Recuerdo la remodelación del gimnasio de mi colegio, donde pasamos de cubículos individuales a una sola sala con una banca, que pasaba desierta. Todas nos seguíamos encerrando en lo único con llave y puerta, aunque había que pelear el campo con el inodoro y las cosas se podían ir por la taza. Recuerdo cuando nos obligaban, por alguna razón, a cambiarnos todas juntas. Apagábamos la luz y cada una contra la pared. Una mujer aprende a quitarse el brassier sin quitarse la camiseta. A quitarse todo debajo de una cobija. A cambiarse como flash detrás de un paño abierto que sirva de mampara en la playa. A cubrirse, a cubrirse, a taparse, siempre. Siempre. No me veás. ¿Por qué, Mimí si vos decís que tenemos lo mismo? No me veás
Volviendo a Misinga, yo la veo y me siento incómoda. No entiendo por qué, pero me insulta. Y no puedo evitar verla porque se le atraviesa a una a cada rato. La veo y quiero hacerle lo que me hacía a mi Mimí cuando yo hacía mis desnudos artísticos corriendo desde el baño hasta el cuarto chingoleta: tirarle un paño enorme a la cara y decirle sentenciosamente “¡Criatura! ¡Cúbrase! ¡Esos son actos contra el espíritu santo!¡Dejá de andar campaneando!”
Y lo peor es que no sé si me siento mal por mí, por viejilla, o por loca. O si tengo razón. Sé que la lógica me indica que si uno no está solo, al menos se pone los calzonillos y queda en algo parecido al vestido de baño. Que una se cambia en privado, viendo hacia una pared aunque deje el culo expuesto. Que la exposición frontal de la desnudez es a solicitud o cuando se recurre a la técnica desesperada a ver si la víctima reacciona con algo. Que prácticamente solo ve uno mujeres desnudas en porno, en revistas de National Geographic o en una obra de teatro. O sea, que la desnudez, en público, salvo cuando media explotación o pago, es brevísima.
Me acuerdo que nunca vi la desnudez de las mujeres de la casa, con tres excepciones: cuando estaban bebés, cuando las vi amamantar a alguien y una imagen que me resulta muy dulce, los días en que mi abuela decidía bañarse con agua de huacal y ponía una tina grande de aluminio en el suelo y se soltaba el pelo que le llegaba a la cintura y antes de las cinco y media de la mañana, se echaba encima huacalitos de agua a temperatura ambiente, despacito, creyendo que nadie la veía mientras yo me escondía detrás del resquicio de la puerta, sin entender nada. Se bañaba con los ojos cerrados, como todos los días, salvo el Viernes Santo, que se bañaba con los ojos abiertos por miedo a volverse pescado, pero sin verse jamás el cuerpo. Todos, momentos también brevísimos.
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