No sé dónde compraba el arroz, porque mi abuela nunca fue persona de supermercados. Le chocaban esos lugares grandes, impersonales, los carritos, la cantidad enorme de productos que la mareaban.
Compraba en el Mercado Borbón, cada semana. Yo siempre iba con ella. “Camina adelante, yo voy detrás tuyo”, me decía. Y yo me internada en ese laberinto oscuro, escuchando sus instrucciones “Aquí doblamos. Vamos a donde los bananos. A donde doña Odily por un pollo. El queso donde Benito”. Más joven se ponía la bolsa en la cabeza y caminaba con equilibrio perfecto. Siempre terminábamos con premio de un helado de sorbetera donde Lolo Mora y una bolsa de un kilo de maní para ir pelando y comiendo.
Tal vez compraba arroz en el mercado, en esos tramos donde exponían granos, vendían por kilo y yo me llenaba las bolsas con muestras de cada semilla. Tal vez en el Super Izalco, la primera pulpe con aspiraciones de minisuper, atendido por Tony, que la saludaba siempre por su nombre “¿Cómo está, doña Natalia?”, la pasaba primero en la fila y si ocupaba- que nunca ocupó- le podía dar fiado.
Mimí empezaba temprano. Escogía el arroz a mano, con aquellos anteojos que le daba la Caja y que la hacía ver como una mosca. Echaba las basuritas, los granos con grazna o los oscuros, en el delantal que siempre usaba.
Luego lo lavaba, por lo menos tres veces. El agua se ponía lechosa. Me explicaba porqué no nos comíamos el arroz con el que hacía el fresco de agua de arroz con piña y canela, que curaba dolores de panza y calores estomacales. Me decía cómo hacer su arroz con leche, pero no puedo, no logro acordarme de las instrucciones. El sabor sí lo tengo impregnado en la memoria.
Lo ponía a secar al sol, cerca de las 9 de la mañana, a la misma hora que me decía que me comiera una naranja, un banano, una mandarina. Yo me sentaba a la par de la palangana de lata del arroz a recibir sol y a comerme una fruta.
Cuando el arroz quedaba seco por el sol, recién lo empezaba a cocinar en olla común en la cocina. Nada de olla arrocera. Chile dulce rojo y cebolla siempre. Ajo de vez en cuando. Achiote cuando se sentía contenta. Con manteca para sofreír primero el arroz. Y luego el agua.
“Mimí, ¿cómo sabés cuánto se le echa de agua?”
“Tu madre, que es una inútil, le echa al cálculo y por siempre le queda masudo. Uno le echa agua para que quede dos dedos por encima del arroz”
Nada de medidas exactas. En la casade mi abuela no había tazas de medir ni cucharadas o cucharaditas. Mimí cocinaba desde adentro, desde el olor, desde la memoria física de la repetición, desde los años que cocinaba para las fábricas en barrio México y les vendía comida.
A veces le ponía un poquito de jugo de limón criollo, del palo del patio, para que quedara más blanco. Al limón había que recortarle la cintura antes de partirlo, para que no echara zumo. Y luego la sal. También al cálculo.
Me daba a probar esa agua blanquecina, con charquitos de grasa amarilla. A mí me daba asco. “Tenés que probar. Solo así sabés si quedó bien de sal”
El arroz le queda siempre blanco, suelto, aromático, sabroso. Yo me lo podía comer solo a cucharadas. Aunque lo prefería con tomate y aguacate.
Hacía arroz todos los días, porque se tenía que comer fresco. Pero eso era apenas bastimento, acompañamiento, la base. Siempre varias otras cosas y, por supuesto, ensalada y algo dulce para el postre, fresco natural, tortillas palmeadas. Hecho a mano por mi abuela que en tres horas de la mañana hacía un almuerzo completo.
La otra noche estabas ahí cuando salí media chueca a recoger un paño al patio. Tu voz diciéndome “No te serenés”. Y yo tratando de explicar que no era serenarse, que no había sereno, que era un momentito. Y vos diciéndome “¿Qué fue?”, esa advertencia clara que no me pusiera ni insolente ni malcriada. Ese haceme caso, que no te estoy preguntando, te estoy diciendo,
Mimí, quisiera otra vez oírte decirme que está servido. Bajar corriendo las gradas. Mentir diciendo que me lavé las manos. Verte de delantal sentándote a la cabeza de la mesa y decir, como todos los días, que nunca le falte un bocadito a ninguna de tus criaturas. El mantra para protegerme a mí de esa hambre que conociste de joven y de niña.
Quedate tranquila. Vos me enseñaste a trabajar. No me ha faltado nada.
Si te gustó, podés votar por este blog en este enlace
Deja un comentario