A la feria yo normalmente voy en traje oficial que amerita el evento: piyama de buzo y camiseta, yo, al igual que la enorme mayoría de los compradores mañaneros, en estado añejo y con anteojos oscuros enormes para ocultar lagañas, ojeras o simplemente los ojos de recién levantada.
Ese día, por gusto, porque las compras nuestras son muy pocas, recorríamos cada pasillo, comparando precios, verdores, frescuras y olores y viendo a ver de qué más nos antojábamos.
A él lo noté después de un par de vueltas. Algo en él me recordó a alguien. O sería seguro por la forma en que me veía, que no es la forma usual en que uno ve a otra gente. El recorría la feria en sentido contrario. Un hombre muy alto, con cuerpo de dibujo animado, más gordo arriba que abajo. A alguien me recuerda, me dije.
Después de cruzarnos unas tres veces, le perdí interés al asunto. En la cuarta vuelta, vi que la señora mayor que lo acompañaba se había quedado atrás. Yo no sabía, pero me esperaba. Tendría unos 75 años. Bajita, arrugada, de mirada fiera. Se cuadró para asgeurarse que hubiera forma que yo no pudiera no verla. Pensé qué señora más parecida al prejuicio que tengo yo de lo que es una vendedora de lotería, una más de las de la feria.
Cuando le pasé al lado, escupió al suelo, y me dijo entre dientes, entre el odio y el asco: “Bastarda…”
Yo seguí caminando porque no me di cuenta, por un momento, que era conmigo. Porque esas palabras ya no se usan, ni se leen, ni tienen mayor sentido, en una feria de agricultor a las 7 y 30 de la mañana. Además, porqué alguien querría decirme semejante cosa? Porqué ese odio evidente? Quién era esa señora?
Una vuelta más tarde me la topé de nuevo. Paré, me quité los anteojos y me le acerqué. Traté de ser educada, de no hablar en tono de reclamo: “Señora, disculpe, usted me dijo algo?” pensando, de buena fe, que había sido idea mía, que era una confusión o a lo sumo, alguien muy católico que me reconocía y me enviaba al infierno express por el programa de sexo.
La señora se impresionó de mi pregunta. Tartamudeó y me mandó a resolver cualquier problema que tuviera en los tribunales mientras me daba la espalda. En la confusión del momento, su hijo, ese muchacho que se me hacía conocido, se me acercó y me dijo “Alejandra, por favor no le haga caso, ella se equivocó, está enferma, no sabe lo que dice”
Y yo confundida preguntándome porqué ese hombre sabía mi nombre, quién era yo, porqué la defendía, quién podía ser ersa mujer disvariante y agresiva que me insultaba en la calle, a quien yo nunca había visto. Antes de que pudiera preguntar nada, la mujer insistía en el ataque “Usté es igualita a su madre. ¡Idéntica!”
Entonces supe, de repente. Me pareció oír a mi abuela diciendo el nombre: “la vieja Glenda”. La primera esposa de Alejandro. La madre los medios hermanos de los que supe hasta ya adolescente. La loca. Y ese muchacho se me hacía parecido simplemente porque se parece a mi papá y porque se parece a mí. Aunque fuera la primera vez en la vida que lo había visto.
Nadie supo nunca cuántos años tenía la vieja Glenda, pero era mucho mayor que tu tata. Henry nunca quiso decir cuántos años tenía, pero ella decía que se acordaba cuando murió Gardel y eso fue en el 35. Yo tengo memoria desde los tres años, pero esa bruja mínimo cinco tendría que tender para ese tiempo, hacele números! Y Henry nació en el 42! Fijate vos! Loca está, lo que está es lo-ca.
Esa era la vieja Glenda. Materializada al frente mío. Después de 40 años. Diciéndome bastarda. Huyendo como una rata cuando la enfrente sin saber yo lo que estaba haciendo.
La vieja Glenda le hizo la vida imposible a tu madre. Le hacía escándalos en la escuela. Llamaba a la otra vieja loca de tu abuela materna a decirle que tu mama andaba con Alejandro. Le tiraba mierda con orines en la calle. Le metía calzoncillos de hombre en el carro. Además le hizo infinitas brujerías y ya ves, al final le cayeron todas a tu papá, que fue el que terminó muriéndose. Tanta mierda para que se le muriera Henry. No, no, si Alejandro nunca la quiso. Yo lo que creo es que lo tenía embrujado. A mí nunca me quiso.
La vieja Glenda… aquella noche llegando los tres a la casa, yo en el medio, de la mano de cada uno y aquel montoncito de tierra en la entrada de la casa. Dos patas de gallina cruzadas, amarradas con cinta roja. Yo estirando mi manita de 3 años para tocarla y Ella llorando, a gritos diciéndome que no tocara esa cochinada y reclamándole a Alejandro porque esa brujería solo podía venir de ella… de la vieja Glenda.
La cosa no pasó a más, pero yo no he dejado de seguir pensando. A la feria no volví. Esa señora, aunque esté vieja, está claramente desequilibrada y no me voy a exponer así, a la pura bulla de los cocos. Ella ha pasado 40 años odiándome, sembrando en sus hijos el odio, destruyendo sus vidas, mientras yo simplemente seguí con la mía. Ella llevaba 40 años esperando para decirme lo que me merecía y todo lo que me pudo decir es que yo no nací dentro de un matrimonio, como si eso me cambiara la vida, el presente o el pasado.
Más importante que eso. Ella, mi mamá, tiene innumerables defectos. Ella tiene cosas y yo tengo cosas que nos separan, que nos colocan demasiado lejos. Pero al ver a la vieja Glenda, en la parodia de lo que ella debe haber considerado que era su venganza, le agradecí en silencio a Ella, que durante 40 años, me había protegido de esa loca, que nunca permitió que su odio me alcanzara, que trabajando dos turnos, con tres hijos más, un marido y una casa, me protegió de todo eso, de su locura, de su violencia, de sus ataques y se las agenció para que yo, por lo menos en lo que a eso respecta, creciera sin ese miedo, lejos de sus barrios y de sus ambientes con enormes costos económicos. Para que cuando el día llegara le pudiera decir tranquilamente “Vos sos la vieja Glenda?” y hasta me alcanzara para una sonrisa de reconocimiento de un enemigo de caricatura.
Entonces, ¿soy idéntica a mi mamá? Pues a mucha honra, como diría Calufa: vieja hijueputa (pag 117, de mi primer Marcos Ramírez)
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