A vos te gustaba oír mis historias de viaje. Te gustaba verme emocionada, con los ojos brillantes, con lágrimas en los ojos, cuando se me quebraba la voz contándote de las cosas que no le contaba a nadie. Me decías que admirabas eso, esa fuerza que me daba mi colección de historias en ciudades lejanas. Te gustaba, en particular aquella historia de Chile, la que me contó el diplomático. ¿Te acordás?
El me dijo que cuando empezaron a desaparecer, todos hablaban de miedo, terror, pánico, de es terribles, de no lo puedo creer, de no me los imagino, los nunca habíamos visto algo así, de los dónde estarán, de ellos ellos serán fuertes. Los que quedaban en la calle se encontraban clandestinos y se consolaban diciendo esas palabras, para sustituir a los que no estaban y para no renunciar a la esperanza de que seguían vivos.
Y luego ellos, los desaparecidos, volvieron a aparecer. Y todos querían saber qué les había pasado. Y ellos- los que desaparecieron- no podían explicar, aunque trataban. Y decían que sí, que era terrible desaparecer, pero que terrible era simplemente insuficiente cuando te violaban enfrente de tus hijos con un perro. Que horrible era que te golpearan, pero no bastaba para describir la sensación de que te pusieran electricidad en los huevos. Que uno no lo podía creer cuando te quemaban con un cigarro, pero no cuando te colgaban vivo guindando de un gancho de carnicería en el árbol de una de las casas de tortura, para morir como ni siquiera muerde el ganado. Que sí, que sentías miedo cuando te detenían, pero que el miedo, el terror, el pánico, el horror, todos juntos, no podían acercarse a la sensación de estar en fila esperando la tortura. Que la palabra tortura se quedaba corta para lo que vivieron. Que esa frase se sabremos ser fuertes se tornaba vacía enfrentado desnudo a un torturador, vendado, golpeado, hambreado. Que sí, que los seres humanos éramos capaces de llevarnos unos a otros más allá de la frontera de las palabras, donde ni siquiera el abecedario era capaz de crear sus propias circunstancias y lo único que quedaba era esa cosa cruda y pestilente tan parecida a la palabra violencia.
Los que no habían desaparecido no sabían qué decir. Pero tampoco querían seguir escuchando. ¿Cómo entender algo que ni siquiera se podía expresar? ¿Cómo decirles entiendo cómo te sientes si ni siquiera hay palabras para eso? ¿Cómo imaginar algo más allá del lenguaje?
Los que habían desaparecido pronto entendieron que nadie quería oírlos aunque ellos querían hablarles. Entendieron, además, que solo los que habían pasado por lo mismo lo entendían de verdad. Y por eso, cuando se cruzaban en las calles, en Santiago, en París o en San José de Costa Rica, se lo reconocían en los ojos y simplemente se trenzaban en un abrazo muy fuerte como si se conocieran de toda la vida y se miraban a los ojos tristes, tan tristes y se decían muchas cosas sin decirlas.
Vos te emocionabas con eso. Y cuando saliste, mariposo, de la quimio y del transplante, me dijiste que finalmente entendías a esos chilenos, a los que desaparecieron. Me dijiste que vos y yo íbamos a escribir un libro de lo que habías pasado, para tus hijos, para tu mujer, para tus amigos. Para que te quisieran escuchar y si no querían, para que por lo menos quedara escrito. Yo te miraba y te miraba y lloraba de la felicidad de verte vivo cuando todos te dábamos por muerto.
Y de repente, mariposo, me llaman una mañana de domingo para decirme que falleciste. Que falleciste, mariposo. Nadie me quiso decir que te habías muerto, no. Vos falleciste. Porque ninguno de nosotros puede decir que estás muerto.
Te sorprenderá saber, mariposo, que fui yo la que me quedé sin palabras. Entré en un shock inmediato y ni siquiera podía llorar. Vos, recuerdos de vos, imágenes de vos me inundaron de inmediato: una, otra, otra, otra más. Miles. Todo el cerebro en una sola vía, una sola línea, un solo canal: vos.
Pasé por todas las fases del duelo en ciclos eternos, una y otra vez. Me enojé con vos porque no me avisaste que te ibas. Me resignaba por ratos. Lloraba por otros. Me quedaba ida. No lo creía por pedazos. No podía pensar bien, no sabía qué pensar, no sabía cómo pensar. No tengo esquema, mariposo, no tengo, para perderte ni a vos ni a nadie.
Fuimos a tu funeral, aunque yo no quería. Yo no quería que nadie me viera llorar. Porque nadie me iba a entender. ¿Cómo les explicás a los demás? ¿Cómo? Igual lloré, lloré mucho. Me afecté, dice la gente. ¿Cómo no afectarme? ¿Qué esperaban? Yo no iba a hacer acto de presencia. Yo iba a despedirme de vos. A convencerme de que era cierto todo lo que estaba pasando. A otros funerales yo he ido a acompañar a los que perdieron a alguien. En este funeral la pérdida era mía, propia, personal.
Y entendí porqué la gente necesita creer que hay otro lugar, que vos estás mejor, que descansaste. Que hay un Dios que te llamó. Porque duele mucho, mariposo. ¿Ves lo ridículo y cliché que suena eso? Porque yo no puedo aceptar que no te voy a volver a ver, ni a reírme con vos, ni a contarte mis cuentitos ni a enseñarte las fotos de todas mis aventuras locas. Que no nos vamos a encontrar en estas Alamedas.
Vos me has dolido como no me dolía desde que se fue Mimí. En serio. Y trato de no llorar pensando en la promesa que me obligaste a hacerte, el día que me avisaste que estabas enfermo “Si algo me llega a pasar, prométame que no va a llorar por mí. Por fa prométamelo, porque no me quedo tranquilo pensando que vos vas a sufrir” Yo te prometí muchas otras cosas. Y quedate tranquilo, porque todas las he ido cumpliendo.
Vos sabés bien que yo me consuelo contándome cuentos. Cuando me duele, cuando quiero levantar el teléfono y llamarte, cuando me agito y me angustio, cuando me hacés una falta que no tengo palabras, de verdad, para explicarlo, cierro los ojos y me imagino que creo, con esa fe inquebrantable con la que vos creías y que sé que te dio paz en los últimos momentos.
Y me imagino que mi abuela me escuchó y me hizo caso y que preparó comida nica, sabrosa, con sabor a mi casa y a mi infancia y que te estaba esperando para que te comieras un bocadito. Que conociste finalmente a Alejandro, mi papá, del que tanto te había hablado. Que les contaste qué ha sido de mí. Y que finalmente volviste a ver a tu abuelo y le diste un abrazo, después de tanto tiempo.
Necesito creer eso, Luis Carlos, porque no tengo otra cosa. Vos me pediste que no llorara por vos. Y palabras, creeme, no me quedaron.
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