Qué querés que te diga. Es cierto que me afecta verte. Con tu pantalón negro, tu camisa gris, tu corbata gris, tus ojos que antes eran azules y ahora, de lo tristes, se ven también color gris. Con esas ojeras grises bajo los ojos que antes eran azules y ahora tienen ese tono sombrío y plomo. Con las manos llenas de curitas en los dedos para no comerte las uñas ni los pellejitos, para combatir ese canibalismo ansioso, y que de son del mismo color tormenta de esa vida por la que las arrastrás todos los días.
Con tu oficina de morgue, con vos de muerto principal, rodeado y encerrado entre vidrios y metales grises y blancos y negros que podrán ser el último grito de la decoración de revista, pero que en vos son solamente un grito, un grito gris. El mismo grito que desde que te conozco me perfora los oídos, pero que vos parecés no oír.
Asomate al espejo fino del baño forrado en cerámica importada de tu oficina decorada por profesionales y date cuenta: estás gris. Gris. Quitate las curitas. Atacate los dedos de las manos.
Me pedís un abrazo para despedirnos. No importa qué tan duro apretés. No importa lo cerca que estemos. Vos no abrazás con fuerza. Vos abrazás desesperado. Tu abrazo es como ese reflejo. Gris. Frío. Muerto.
“Yo sé que me vas regañar por todo esto”- me decís. Bla bla. Y me decís muchas otras cosas igual de pálidas e insulzas. Bla bla.
Oíme: Vos una vez fuiste azul. Yo te vi. Fuiste pájaro.
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