Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Un gatito negro

desde la isla de

Traía una caja de cartón en las manos, de las que uno encontraba cerca de las cajas de los supermercados. De las que uno se llevaba sin permiso para guardar cosas, para pasarse de casa, para hacerse casitas, cortándole ventanas y puertas con un cuchillo de cortar pan.

Era una cajita mediana y adentro, un gatito negro maullaba. Me la entregó cuando llegó a la puerta. Yo me fui a examinar a mi primer gato, mientras él y mi mamá conversaban en la sala. Llegué a interrumpir contando que al gato le brincaban cositas negras.

Ella se horrorizó y me dijo que lo dejara en la pila. Esa noche lo bañamos en baygon para matarle el pulguero. El gatito no sobrevivió a la fumigada y se durmió en la camita de todas las pulgas que lo acompañaban.

Unos meses después, yo iba con mi vestido blanco de flores amarillas bordadas en la cintura llevando los anillos. Ella se vistió de celeste y no se le notaba el embarazo de cuatro meses. La fiesta la pasé escondida debajo de las mesas en un salón del Hotel Costa Rica, donde me comí medio queque de bodas y toda la repostería que encontré descuidada. Mimí no fue a la boda. La acusó, en la cara, de ni siquiera esperar a que su hijo se enfriara, de darme un padrastro, de no asumir la dignidad de una viuda. Nos fuimos a vivir lejos de mi abuela.

No puedo decir que recuerde actos de cariño de él para conmigo. Pero por lo menos me aceptó como parte del paquete. Me tuvo en su casa. Me dio de comer. Permitió que yo siguiera en un colegio privado mientras que sus hijos iban a escuelas públicas. Toleró la interferencia de mi familia paterna. Aceptó que me llevaran al psicólogo. Y recuerdo una sola vez, que curiosamente él también recuerda, cuando yo no quería comer y me rogaba diciéndome “Abre la boca, pajarito, abre” y me silbaba bajito.

También me pegó, muchas veces, como a todos  que nos pegaban por todo y a diario. Yo aguantaba estoicamente y una vez le dije que si me ponía una vez la mano encima, yo iba directo al Pani. Lo enfrentaba diciéndole cosas terribles “Usted no es mi papá”, “Mi papá está muerto”, “Usted es un borracho”, “Usted no es nada mío, así que usted no me manda”.

Hacía reuniones familiares en las que yo no estaba incluida. El y yo marcábamos la diferencia. Yo ponía la foto de Alejandro todos los días en la pared de mi cuarto. El todos los días daba la orden de que la bajaran. El llevaba a sus hijos a Panamá en vacaciones. La primera vez que fui, me quejé de que ese lugar era un infierno. Me pegaron, con un chilillo, pero nunca más me obligaron a acompañarlos.

La vida, la violencia, el dolor, el guaro, nos fueron separando. Tengo marcado el día que lo vi levantarle la mano a ella y me puse enfrente de mis hermanos para que ellos no lo vieran. Fue el mismo día que la defendí y le dije, con un bate alzado, que si la volvía a tocar, no respondía. Ese fue el último día que le dije papá. Fue la segunda vez que perdí uno.

Sé que lloró toda la noche el día que me fui de la casa. Sé que le cuesta mucho hablar conmigo y que ahora, en su vejez, lo intenta. Sé que me dio todo lo que me podía dar y sé que era poco.

El otro día, en una reunión, alguien me comentó que su esposo tenía el puesto en hacienda que durante tantos años tuvo mi padrastro. Me dijo que él era una especie de leyenda, por correcto, por exacto, por honesto, por ser inmune a los sobornos.

Y recordé otro día cualquiera, en medio de los ochentas, cuando tocaron una noche la puerta y era un señor que traía cuatro pares de tennis Nike o Reebok o alguna de esas marcas que no se conseguían y costaban un salario completo cada par. Los zapatos eran de la talla exacta de cada uno de nosotros. El señor le decía a mi padrastro que las tennis eran un regalo. Yo ya me veía estrenando tennis y casi estiro las manos para recibirlas, sorprendida del cálculo tan exacto del visitante.

Mi padrastro le dijo que sus hijos- y esa fue de las raras veces que me incluía en el grupo- no necesitaban nada de esas cosas. Que él nos daba lo que podía, con su salario y que eso era suficiente. Le cerró la puerta en la cara.

Yo nunca había pensado en eso, en quién era él en el lugar que trabajaba. En que nunca aceptó una mordida. En que la gente lo admiraba por su rectitud y su honestidad. Y yo, que tengo tan poco en común con él, que tengo tanta herida abierta, que tengo tanto silencio y distancia marcada con él, que no lo siento cerca; me sentí, de repente, extrañamente orgullosa.


Gotitas de lluvia

3 respuestas a “Un gatito negro”

  1. Puta, así somos todos… llenos de contradicciones… y más antes… esos tatas que te podían moler a golpes por una insolencia, pero que nunca se les hubiera ocurrido dejarte abandonado…

  2. Y las veces que nos vemos casi en la obligación
    de defender a alguien a quien con quien no compartimos nada?
    Como dice terox (que tiene 4 letras en común conmigo!), estamos
    repletos de contradicciones.

    Que bueno que pasé por acá. 🙂

  3. También es parte del apredizaje y del proceso de maduración (pero cuidado te me caés de la rama) saber reconocer a cada uno sus virtudes, aunque sean personas con las que nos unen más cosas negativas que positivas. Muy lindo relato, como siempre amiguita!!!!

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