El portal de la casa de mi abuela, imitaba ese choque cósmico que sufrimos los inditos de América cuando los españoles decidieron a punta de espada que todos éramos católicos y nos los informaron a gritos desde los barcos, en español, por supuesto. Es decir, era puro sincretismo latinoamericano.
Tenía lana de la que ahora ameritaría allanamiento y decomiso por parte del MINAE; figuras clásicas de barro de olla pintado, ovejas, pastores, la mula y el buey (estos dos en ese órden que es como suena más sonoro, vg: “velo, parece el niño Dios entre la mula y el buey“), la Virgen (siempre sentada y con las manos en el pecho, viendo embelesada a su retoñito), José (siempre de pie y con cara de mayor compungimiento.Después de todo su esposa insistía en decirle que el güila no era de él) La casita era de madera. La estrella del mismo barro, pintada entre azul y gris y blanco. El fondo de papel de noche estrellada de Medio Oriente. Cuando Mimí fue más pudiente, se agregaron los tres reyes magos, cada uno de tamaño distinto. Todo esto comprado en el Mercado.
Además, tenía muñequitos de plástico de los que salían en el Korn Flakes, incluyendo varios de Los Picapiedra. Recuerdo un Pedro verde y un Dino rojo. Aserrín de colores para los caminos. Chanchitos de barro sin pintar. Lago de espejo con cisnes de plástico de donde Rodolfo Leitón y en general cualquier cosa de las que le salían a uno en las piñatas antes de que a algún reprimido le pareciera que era vacilón llenarlas con condones (Quiere vacilar con un preservativo? Pregúnteme cómo, como dicen los Herbalifes).
La estrella del portal, eran dos legados maravillosos, que por desgracia no heredé yo, y que apenas me los encuentre registrando donde mi prima, me los alzo. Todos los años me peleaba por ser la encargada de desenvolverlos de sus papelitos de cebolla y colocarlos en el lugar de honor. Mimí, financiada por alguno de sus hijos, había hecho un viaje a Tierra Santa (no a Israel. Mi abuela no viajaba a países turísticos. Ella había ido a Tierra Santa, donde caminó Jesús, los apóstoles y todo el resto) desde donde trajo en vivo y en directo, un pedazo de la cruz de Cristo y tres piedritas del río Jordán, del punto exacto donde Juan el Bautista bautizó a Cristo, antes de que le cortaran la cabeza, por supuesto. Todo auténtico. No se rían. Es en serio.
La mejor parte del portal era el rezo, que donde Mimí era un evento. Cuando estaban chiquitos los muchachos y Mimí los criaba sola y la plata de lavar ajeno no alcanzaba, los rezos de enero (y los de muerto todo el año) eran una excelente fuente de entradas adicionales. Con esa facilidad que ella tenía para el drama, asumía su papel de rezadora y hacía una entrada sobria. Preguntaba a la familia por muertos recientes o favor pendientes de conceder y se acomodaba frente al portal. Dirigía el rezo con los otros a medio cerrar, balanceándose un poco hacia atrás y hacia delante, casi en trance. (Años después me entraría la duda de si ese toque lo habría aprendido cuando visitó el Muro de los Lamentos). Adornaba el rosario con oraciones inventadas por ella que parecían escritas y que arrancaban de la concurrencia expresiones como “Ay, oí, pero qué belleza!” y “Nadie reza mejor que Natalia!”. Si la dejaban, además, cantaba a capella.
Mi abuela perfeccionó la técnica a grado tal, que duraba diez minutos cerrados en un rosario completo. Ya de vieja, aunque no dependía ni ella ni sus hijos de los rezos, su fama la hacía invitada fija a todos los rezos del barrio y cuando era alguien que le caí muy bien, retomaba el arte de rezadora. De cada rezo, yo salía con una servilleta llena de repostería que luego me repartía con mi abuela.
Para el rezo de la casa, Mimí alistaba de todo. Hacía queque seco con pasas traídas de la frontera. Lo batía a mano, con cuchara de madera. Pejivayes con mayonesa. Como delicatessen especial, ciruelas (también de la frontera) que encima se les ponía una cucharada de dulce de leche, también hecho a mano en una época en la que no se vendía en el super. Bizcochos de doña Nidia, la vecina del bajillo, recién hechos. Empanaditas de piña. Tortillas de queso palmeadas. Nada era comprado, todo se hacía a mano. Café. Rompope con guaro de contrabando que ella hacía en el patio y que aseguraba que incluía al menos el herrumbre de un clavo. Su arroz con pollo, sus nacatamales, su pozole o su mondongo.
A mí me ponían a ayudar en todo y todo me lo comía y andaba buscando sobras para llevarme a mi casa. Me tocaba prender la velita del portal y a apagarla de un soplido con el último amén. Después, con mi abuela en delantal, cuchara de servir en mano, dirigiendo a la orquesta de mis primas y yo repartiendo entre los invitados.
Estos primeros días de enero me han dejado la sensación de que me falta algo; una ausencia que estaría mejor ubicada el 24. Pero hoy, pensándolo, lo entendí. Los rezos eran el equivalente actual de las fiestas navideñas corporativas o de las comilonas con los amigos. Es que antes, la tanda navideña seguía con el chorro de rezos del niño de enero y uno come que te come. Ahora, con este aterro de ateos, no queda más que resignarse. Mamamos.
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