Me inyectaron una bomba de hormonas para que la pelota o se haga más pequeña o al menos, se le corte el flujo de sangre que la alimenta. El jueves entrante sabré si está funcionando o si tenemos que recurrir al cuchillo.
De repente empiezo a sudar y sudar y sudar. Tengo la cara empapada, como si me acabara de consumir. El pelo mojado, como recién salidad del baño. Pero no siento calor. Y pasa en cualquier momento y es incómodo estar hablando con alguien y de repente quedar empapado.
O es de madrugada y de repente, yo, que pido cobija en el infierno, tiro a un lado el edredón porque siento que me están friendo en un sartén de los de hierro negro. Como si hubiera una reacción química entre la sábana y mi cuerpo. Ahora sé lo que me espera en unos diez años.
No son solo esos efectos secundarios. La parte hormonal me mantiene constantemente acalorada. Con cualquier cosa me zulibello y siento que todo me reverberella.
“Vamos a probar con este medicamento”– me dijo mi amigo médico- “A algunas mujeres les da los síntomas de la menopausia, esos calores, los cambios de humores, todo el paquete”
Cuando estuvo el resultado de la resonancia, me dijeron que había que repetir el examen. Esta vez con un enema de bario. Cuando me avisaron por teléfono, me puse a llorar, de pensar en lo que eso significaba. En el dolor, en la humillación, en que mi salud estaba primero, en que no podía ser valiente. Llamé de nuevo al médico y le dije que sí, que me hacía el exámen, pero que quería, de ser posible, que me durmieran. Dijo que lo pensáramos en Semana Santa.
Y pensé. Pensé en todo. En hacer un testamento. En dejar muy claro que no quería quedar pegada a una máquina, que si pasaba algo de cuidados intensivos me pasaran a un hospital del estado, que se donara cualquier cosa de mi cuerpo que aun sirviera. Decirle al médico que mientras me operaba, si encontraba algo más, que hiciera lo que tuviera que hacer aunque eso significara que no pudiera ser mamá nunca. Decirle a Marcelo que si algo me pasaba, buscara a alguien. En si a mí me podría dar un infarto, como a Alejandro.
Pensé y pensé y me examiné. Y me di cuenta que, al final de las cansada, no me asusta la idea de morirme. Que si me moría y hay un otro lado, allí estarían Mimí y Alejandro, esperándome. Y que si no hay nada, igual daba, porque era como apagar la luz y listo. Que los que se quedaban aquí seguían con su vida. Como la seguí yo cuando murió Alejandro y después cuando murió Mimí. Nada se detiene. Me dio tristeza, profunda, pensar en ese desapego mío con la vida, que me sospecho desde hace tantos años. Supe que no me da miedo morirme. Yo, a lo que le tengo pánico, es al dolor.
No sabía cómo comportarme, qué hacer con la noticia. Estar agradecida que no era canceroso, supongo. Pero prepararme para la cirugía. Intentar rezar. Darse cuenta que llevo años rezando como reflejo automático a un temblor. Buscar adentro y no encontrar nada. Saber que la fe se fuerza a punta de insistencia y de práctica. Es un autoconvencimiento, una terapeada, un coco wash legítimo. Yo, hace tanto que no la tengo que no sé ni cómo recuperarla.
Cuando el oncólogo me dijo “Vos de todos modos, ya a tu edad, no querías ser mamá, verdad? yo veo muy difícil salvar ese útero”, fue como si me hubieran obligado a hacerme un aborto. De piernas abiertas, aun en medio de esa revisión incómoda, dolorosa, asustada, tensa, lloré y lloré sin sollozos por el bebé que él me estaba diciendo que no podría tener nunca. Te me deshacías en las manos Santiago, como polvito fino. Todo. hasta tus ojitos, Santiago, que iban a ser iguales a los de Alejandro, iguales a los míos.
La resonancia duró una hora. Llevé mis medias de lana gruesa, por lo friolenta. Tenía que quedarme muy quieta metida en un túnela con luces y ruidos de película de ficción de 1970. Sostener la respiración. No mover ni un pelo. Lo último que vi fue la cara de Marcelo, tratando de sonreírme a pesar de que estaba profundamente asustando. Yo cerré los ojos y pensé en todos los lugares en los que he sido feliz y los evoqué uno por uno, con el mayor detalle. Repasé conversaciones, luces, sonrisas, personas y frases.
“Quiero que el ultrasonido me lo hagan superficial” le dije a la secretaria . “Me tomé dos litros de agua y necesito que me atienda ya porque si no, me orino” Pero me dijo que el Dr. Escalante solo los hacía vaginales. Y qué le iba a decir yo? que me daba miedo? que era incómodo? que no quería?
Fue una noche de perros. Me tomé el purgante y esperé hasta la madrugada que hiciera efecto. Y no lo hizo. Hasta que fue de día, y empezaron los retortijones y las carreras al baño justo cuando me iba para el trabajo.
“Este ultrasonido muestra una pelota enorme, pero puede ser de mierda, en serio” me dijo mi amigo médico.
Cinco minutos antes, fui el conejillo de indias de un equipo nuevo, recién comprado. Mi reporte fue claro: una pelota del tamaño de una toronja al lado derecho del útero. No era mierda. La confirmó Escalante, al que no me animé a decirle que quería que me hiciera un exámen distinto. La resonancia en la que soñé una hora despierta. El oncólogo que casi me arrebata a mi hijo.
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