Ese año, yo andaba encaramada en la Vuelta Ciclística. Mi oficina se había decidido a patrocinarla y un grupo selecto de bombetas y vagos de amplia trayectoria, nos habíamos ofrecido a ser dignos embajadores de la oficina, dar declaraciones a la prensa, salir en todas las fotos, atender lo que se ocupara y en general, perder el tiempo sentados en las cajas de los pick ups, derrapando en las curvas del cerro de la muerte, recorriendo el país a la velocidad de la bici, en una época en la que solo la gente muy blanca usaba bloqueador. Los demás aguantábamos estoicamente el sol y las quemadas para quedar luego de un color tinaja parejo.
Kiril Beliayeb era uno de los pedalistas. Con un uniforme azulito. Acababa de caer el muro y nadie estaba muy seguro si era ruso, soviético o si su país estaba en plena efervesencia y a punto de cambiar el mapamundi.
Esa noche llegamos a Puntarenas, donde todos los alojamos en el rimbombante y en aquel tiempo recién abierto Hotel Fiesta. Ya para ese momento, éramos uña y carne con la prensa y demás zopilotes propios del festejo ciclístico más importante del año y yo había incrementado sustancialmente mi conocimiento- antes nulo- de otras competencias en bici. Ese año me enteré que existía el tour de Francia y escuché hablar de un español que parecía biónico, que le latía el corazón mucho más lento que el resto de los mortales.
Mis compañeros de oficina se fueron soplados a experimentar la sensación del jacuzzi, diseñado para dos o tres personas y no para 14 angurrientos que no pararon a pensar en los inconvenientes de una pila de agua hirviendo en el clima del puerto. Aquello era una olla de carne. Yo los miré con reprobación, decliné con asco las invitaciones a unirme a aquella sopa y fui a buscar un teléfono público para acusarlos con mi jefe por faltas a la decencia y exposición pública.
Después venía la salida a bailar. Ellas se alistaban con la emoción de adolescentes que salen al primer baile. Yo, que ni entonces ni ahora me pinto nada, esperaba aburrida. De repente las vi lanzarse contra el ventanal, reírse, señalar a la piscina. No les di pelota. Yo no veía la hora de irme a dormir o de devolverme a mi casa. Después de 10 días de tragar polvo, de repente la ciclística ya no me parecía la gran aventura.
Una de ellas se vino directo a mí:
“Sole, que el ruso está en la piscina”
Y yo:
“Y qué?”
Y ella:
“Que vos sos la única que habla inglés y que le entiende. Andá preguntale si quiere salir con nosotras”.
Yo, que desde esa época cultivaba el arte de quejarme de todo y poner mil excusas para no hacer las cosas que me piden los otros por simple insolencia, resolví tragarme toda la hablada y acabar con eso. Salí de la habitación dando un portazo, decidida a explicarle a Kiril que ese aterro de alborotadas lo que querían era enseñarle a bailar salsa para ver quién podía apretárselo y así no prestarme al jueguito de Celestina.
El área de la piscina estaba oscura, apenas iluminada por un cachito de luna. Busqué, en el agua y no vi a nadie. Volví a ver al ventanal y ahí estaban todas, animándome, señalándome como al ladito, guiándome a donde estaba el ruso. Pero era tarde y yo estaba harta. Así que lo llamé a gritos “Kiriiiiiilllll”
Y surgió él, entre la oscuridad. Blanco como si estuviera enfermo, brillando con gotitas de agua y de luna. Sonriendo. Y aquellos ojos helados de lo celestes que eran.
“Yes?”
Yo iba a empezar mi labo de recadera cuando me di cuenta que estaba totalmente desnudo. Volví a ver al ventanal y las que no se reían hacían cara de que nunca habían visto semejante sabrosera, como si hubieran comido algo con mucho chile picante.
Di media vuelta para irme. Pero otra compañera me interceptó en el camino: “para dónde vas?”. “A dormir”. “Y vas a dejar al ruso ahí, chingo?” “Diay sí. Qué querés que haga, que le preste un paño, que lo lleve al Palí del Roble a comprarse calzoncillos? Acaso yo soy la madre, la hermana la mujer de ese hijueputa ruso?”
Ella era la encargada de que conserváramos el orden y la cordura. Y abusando de su poca autoridad me devolvió donde el ruso que seguía ahí, paradito como un soldadito, su cuerpo perfecto en toda su gloria, con cada músculo marcado, en la ruedita de luz de luna. Me veía con los ojos llenos de preguntas.
Y ahí fui a parar yo, a tratar de explicarle mientras me aclaraba la garganta, me rascaba el pescuezo, buscaba satélites en el cielo y eviataba a toda costa verle algo que no fuera la cara, que en América la gente, cuando se metía a la piscina, usaba vestido de baño o pantaloneta.
Y en eso me llevé casi dos horas. Porque el ruso no entendía qué qué era esa costumbre tan rara y quería saber porqué la gente se bañaba vestida, si era solo en la psicina o en todas partes y que en dónde, exactamente en dónde se podía andar chingoleto y que si sería por eso que la gente lo veía tan raro en todas las etapas y hoteles donde hasta ahora se había quedado.
En esa época yo hablaba inglés suficiente para pedirme una hamburguesa, pero no para explicarle porqué éramos así de mojigatos. El hablaba un inglés deficiente, con un acento grueso y a veces se soltaba a hablar en algo que hoy sé que era ucraniano.
El última día de la Vuelta, me regaló un prendedor chiquito de su ciudad natal, que entonces todavía era parte de la Unión de repúblicas Socialistas Soviéticas y hoy ya no. Todavía lo guardo. Por eso sé que todo lo que cuento aquí es cierto.
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