El primer día de clases de este segundo curso, K. nos contó que ella nació y creció en Alemania Oriental. Tenía 20 años cuando cayó el muro. Y aunque teníamos que darle el trato respetuoso de usted, por ser la profesora, podíamos preguntarle todo lo que quisiéramos. Inmediatamente se levantaron un par de manos:
“Y cómo era la vida en la DDR?” (yo, de vina) “Qué es lo que más añora de la época de la DDR?” (otro vino, como yo)
Yo me acomodé en el asiento, maravillada ante la oportunidad de que un testigo de la historia me transportara con su vivencia personal otros tiempos. O sea, la clase de historia que este cuento me iba a permitir escribir! Era de chupar el lapicero!
“Yo no entiendo porqué siempre me preguntan eso. La vida en la DDR era totalmente normal, igual a la de ustedes, nos levántábamos, comíamos, íbamos a la escuela, al trabajo, volvíamos a la casa, teníamos nuestras actividades, nuestras familias, nuestras cosas. Tampoco entiendo porqué me preguntan si extraño algo de ese tiempo. Qué importancia tiene si lo extraño o no? La DDR es mi infancia y mi adolescencia y no soy la única que perdió ese período. Todos ustedes aquí también ya perdieron su infancia y su adolescencia, si es que no se han dado cuenta. Y no hay forma, aunque quisieran, de regresar a ese lugar o volver a tener las mismas cosas. Entonces qué importancia tiene si a uno le hace o no le hace falta algo? Todos ya la perdimos. La infancia y la adolescencia no vuelven. La DDR tampoco”
K. fue nuestra profesora por dos semanas. Sus capacidades pedagógicas me hicieron reconsiderar seriamente abandonar el alemán como tercer idioma y asumir algo más entretenido y útil en la vida, como el ruso o el húngaro. Del siglo IV. De Antes de Cristo.
Su carácter de mierda, su intolerancia y amargazón, me convencieron de que se equivocó de carrera. Tendría que dedicarse a lo propio, un pequeño negocito sadomasoquista, atendido personalmente por su propietaria en su carácter de Madame dominatrix.
Habría que pensar en algún nombre de establecimiento comercial pegajoso, como “El palacio de la Perversión” o “Niño malo, malo!“. Con látigos, botas negras de látex y muchos muchos maltratos.
Digo, para que no siga una vida de puro desperdicio.
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