Cada fin de semana hay más de 30 mercados de las pulgas de la ciudad. Es como si uno agarrara el closet de la casa y lo vaciara en una mesa, sin orden ni forma y todos los demás llegan a ver qué se llevan. A nosotros el instituto nos hace un tour por los mercados más interesantes. Es una forma inteligente de mostrarnos algo pintoresco y a la vez, hacer una recomendación respecto a dónde sí podemos ir de compras, en esta ciudad tan cara y con nuestos presupuestos tercermundistas tan reducidos.
El guía me pregunta porqué no hay mercado de las pulgas en Costa Rica. Se me ocurre, en el acto, que será que nos da pena vender nuestras privacidades al aire libre, que somos alérgicos a que alguien nos pudiera considerar pobres. Machetada e infuctuosamente, intento explicarle la lógica y la mecánida de las ventas de cachivaches.
“Nadie sabe bien porqué en Berlín hay tantos mercados de las pulgas– explica el guía- por un lado, tenemos todos los precedentes de los mercados negros. Y por otro, con tantas casas destruidas en la guerra, tantas casas que tanta gente debió abandonar, con los cambios que hubo después de la caída del muro, hay como una nostalgia colectiva. La gente trae a vender lo que se encontró en los áticos de sus edficios, en los baules de la abuela, en un apartamento abandonado. Y la gente viene a comprar pedazos de pasado, cosas que se perdieron en alguna guerra, alguna mudanza, alguna vida. Es de las pocas formas en que podemos reconstruir pasados, aferrarnos a algo, aunque sea a través de las cosas que fueron alguna vez de otro”
El domingo voy a irme a consumir en uno de estos. Es enorme, ubicado sobre lo que era la zona cero del muro de Berlín, se va extendiendo en caminitos lodosos, como un árbol.
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