Llegué a la casa que me asignaron solo para ver que tenía que subir cuatro pisos, sin ascensor, con mis dos maletas. Una de ellas no es problema. La otra, parece que está cargando mis pecados. Mi casera, que recién conocía, puso a un fortachón amigo que la visitaba a subirla. Y yo, que aun no me suelto, no hallaba cómo decirle que me daba tanta pena todo aquello.
No sé cómo dice uno en alemán “Permiso” cuando entra a una cada ajena. Y a mí, en eso, se me alteran las neurosis. Yo siento a mi abuela encima diciendo “Decís sí señora, gracias, por favor y con permiso”
No más entrando, me dicen que me quite los zapatos. “Mis medias!” pensé yo, repasando si tenían huecos. Resulta que en muchas casas alemanas uno no anda en los mismos zapatos con los que anduvo en la calle para no ensuciar. Anda con pantunflas o zapatos de la casa o en medias. Pasé toda la infancia aguantando el aguacero de “Dejá de andar descalza que estás percudiendo las medias y te voy a poner a vos a lavarlas” y a veces agregaba “con la lengua“, a que ahora sea obligación absoluta.
Mi cuarto es una belleza. Casi un octágono, con tele, cd player, escritorio, lámpara, camita, conexión a internet, libros, ropero, tendero interno. Y yo, que soy el desorden personificado, ando pensando cómo putas voy a hacer para mantenerlo limpio y bonito.
Ella es una bióloga que ha visitado Costa Rica. me dice que le emociona tanto alojar a una costarricense. Veo en sus ojitos azules que me ve como el alma del bosque tropical húmedo. Cuando hablo, oye pajaritos o monos. Me revolotean los tucanes y los colibríes. No tengo corazón para decirle que a mí, la naturaleza solo en maceta, por favor.
Amablemente me invita a cenar, con ella y con su hijo que viene a comer todos los domingos. Nos sentamos y él me empieza a hablar. Yo no le entiendo nada y al final, muy avergonzada, tengo que decírselo. Cuando él se va, ella me dice que en realidad, él desde niño ha hablado muy rápido y que además usa dialecto, que no me angustie.
Me voy a dormir y el endredón me queda picapollo. Ya lo había visto en el hostal, una bolsa grande donde nada el contenido, pero muy cortita a lo largo. Con una almohada enorme, cuadrada, pero demasiado suave. Para ellos hace un día de verano, para mí, un frío intenso. me encaramo doble media, la sueta y me pongo las almohadas a los lados para hacer más calorcito. No me animo, con tanta generosidad, a pedir doble cobija.
A las 3 de la mañana, me despierta el retortijón y el dolor de estómago. La comida, sabrosa como estaba, siguió directo, pero agarró mal camino. Me dolía tanto que quería llorar. Y así, en mi primer día en casa ajena, recibida como una reina, me vi obligada a darle uso al trono con toda la angustia del caso y el susto de dejarlo inservible. Sin poder prender la luz para no llamar la atención de nadie. Del susto, me desperté una hora antes y fui a revisar que todo hubiera quedado en orden y que nada se hubiera taqueado. En cuyo caso tampoco hubiera sabido qué hacer.
Llegué al Instituto maldormida, sin nada en la panza y asustada. Haciendo el examen de ubicación pensé que decepcionaba profundamente a mis profesores, porque nunca me acordé- como nunca me he acordado- del género que corresponde a bicicleta.
Fui al super que me habían recomendado a comprar mis desayunos. Y Palí, al lado parece lo que en su época de gloria fue Yaohan. Recorrí los pasillos estrechos pensando cómo en Costa Rica yo, de clasista, jamás compraría en lugar así. Las quejas terminaron cuando todo un carrito con comida para un mes, me costó solamente 10 euros. Espero que nada venga vencido.
Al final no me fue tan mal. Conocí gente. Un Suizo que aprende alemán. Un sueco que habla inglés con acento irlandés. Una española que me cayó bien por ser de Barcelona. Una italiana que recibió una llamada de la muerte del novio de su mejor amiga. Recorrí calles. Tuve un día lleno. Casi lleno, porque tengo un agujerito en el corazón con la parte que ya se devolvió a Costa Rica.
Este es el Parque a dónde apenas me organice, iré a correr en las mañanas:
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