En Buenos Aires pasé varias veces por un peaje, que fue como ver nuestro futuro en una bolita de cristal:
Lo caro: Se paga el equivalente a 1 dólar por pasada.
El abuso: Se paga el doble en horas pico. La hora pico de la mañana demora 3 horas, la de la tarde también. Hay un rotulito que advierte “No insista. El cobro cambia automático. El cobrador no puede hacer nada al respecto”.
La frecuencia: Del centro al aeropuerto como cada 4 kilómetros.
La anchura: Envidiable, eso día, unos seis carriles TODA la carretera.
La vista: Buenos Aires siempre ha sido lindo.
La quejadera o actividad de denuncia (mi nuevo deporte favorito): Imposible. Otro rotulito advierte que revise el vuelto antes de jalar o no se hacen responsables. Es evidente que importamos de ese país los problemitas de conteo. Y el rotulito más sarcástico dice “Si quiere quejarse, el libro de quejas está en la casetilla de peaje”, convenientemente ubicada en el lugar más incómodo de toda la pista.
Lo invisible: Carriles de cobro automático. Todo es manual.
La resistencia: Basta que hayan dos carros haciendo fila y se pegan del pito. No así: pip pip pip. Se pegan así: piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip. Todos, a la vez. Es para exigir que levanten las barreras y pasar sin pagar. Vuelven locos al personal, que después de ocho horas de soportar la pitadera, ya con los nervios en tiras, o renuncian o les vale un carajo y levantan las barreras y todo el mundo puede usar libremente un bien público, que para eso al fin y al cabo.
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