Para ese momento, la música de José Alfredo era la música de América. El mundo entero repetía la letra de El Rey, y frases como “grabé en la penca del maguey tu nombre” lograron el sueño de la unión del continente a través de la música ranchera.
José Alfredo era una celebridad, un cantante, una estrella de cine. Lo invitaron a una actividad con el mero mero, con el señor presidente y lo más rancio de la clase alta mexicana, señorones con esposas que usaban estolas de pieles y que, como decía John Lennon, al aplaudir hacían sonar el cling cling de sus pulseras de oro.
Le pidieron que cantara algo para ellos, que estaban convencidos que eran lo mejor de México y no lo que estaba podrido en la antigua Tenochtitlán de los aztecas vencidos. Que los deleitara con lo mejor de su repertorio, con una de esas cancioncitas que andaba cantando el chusmero, algo como “Te solté la rienda” o “Amanecí otra vez entre tus brazos“.
José Alfredo se cuadró él y cuadró al mariachi, y les cantó lo que compuso para la ocasión:
Fue la primera vez que él cantaba y que no le aplaudieron, hostiles por la ofensa de ese igualado que se enorgullecía de su origen ordinario y se negaba a aceptar la oferta de pasar al olimpo de los millonarios.
José Alfredo era un hombre alto, blanco, de ojos verdes, pero analfabeto. Se imaginaba sus canciones y se las silbaba a los arreglistas, porque no sabía nada de música. Inventaba las letras y se las memorizaba, porque de nada le servía escribirlas. No aprendió a leer nunca.
Siempre fue el borracho de sus canciones de despecho más sentidas. Lo mató un hígado cirrótico.
José Alfredo Jiménez era un ídolo. Lo que no sabía el señor presidente ni sus invitados, es que José Alfredo, además, era genuino, era México, era pueblo.
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