Se habla mucho de lo que hemos avanzado, de la primera mujer que hizo esto o lo otro, de lo que aun se nos maltrata en muchas partes del mundo, de los retos que quedan, de la responsabilidad que tenemos de educar hijos que sean cada vez menos prejuiciados.
Pero en estas fechas casi nunca se habla de algunos héroes anónimos, algunos de los que ni siquiera conocemos el nombre, a quienes también les debemos, como mujeres, mucho:
Al Dr. Pincus y su descubrimiento de la pastilla anticonceptiva.
Al Dr. Papanicolau y su exámen de cáncer de cérvix, uno de los que más nos mata en Costa Rica.
Al que haya inventado el mamógrafo, al movimiento en pro de la lactancia materna.
Al señor Brassiere y su invento, así como a la primera hippie que lo incendió en una plaza.
Al de Research & Investigation de la empresa Kotex, que a inicio de este siglo inventó las toallas sanitarias y al que haya inventado los tampones.
Al juez penal de algún tirbunal que en los noventas se animó a decir en una sentencia que sí existía la violación marital y que había que castigarla y al que dijo que no existía tal cosa como la provocación de una violación.
A la primera mujer que se puso pantalones, que usó tennis, que se soltó el pelo, que no se sintió desnuda por salir a la calle sin maquillaje.
A la primera que dijo “yo opino”. La primera que se fue a vivir sola, la primera que se divorció y se volvió a casar para volverse a divorciar.
A Mimí y las mujeres como ella que demostraron que uno puede vivir sin depender de un hombre, sobre todo con el ejemplo.
Al abogado que al inicio de los setentas insistió en que la infidelidad masculina debía ser causal de divorcio y a pesar de las burlas de todo el gremio, insistió en modificar el Código de Familia.
A Esther Vilar, que no sé si todavía estará viva, que demostró, en “El varón domado” cómo se usa la victimización para convertirse una en el victimario.
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