Uno de mis pasatiempos favoritos, además de leer esquelas por la mañana, es leer las críticas gastronómicas. No me perdía las de Escargot, a pesar del francés rebuscadón y de los toques gurmés y arrogantones que le daban credibilidad. La verdad, es que de cocina no sé nada, así que no me impresionan las calificaciones especializadas de algún restaurante o la técnica. Lo que me interesa es saber qué venden y a qué saben. Le envidio a los críticos, eso de que piden entrada, cuatro platos fuertes y tres postres, cada uno más exótico que el anterior. Y aun así quedan flacos.
Así, aburriendome mientras leía El Financiero, me enteré que Escargot volvió al ataque y que existía Beirut. Y un sábado convencí al Antídoto que ya nos tocaba comer comida libanesa de verdad y nos fuimos en busca de Beirut en los barrios poco recorridos, por mí por lo menos, de sabana norte.
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El lugar es pequeño, lleno de luz. Yo, la verdad, preferiría algo que me de más ambiente de harem, pero es que eso puede ser un estereotipo; producto de cuando veía Lawrence de Arabia o el ladrón de Bagdad en las películas de canal 6. Y es que la tele hace daño: yo soñaba con ese príncipe árabe moreno (Sean Connery todo de negro con turbante), de mirada penetrante y sexys ojeras, que me raptaba en un caballo blanco y que perdidamente enamorado de la que escribe, decidía entregarse a la monogamia forever ande ver y cerraba el chante y mandaba a sus 700 esposas a la casa y me ponía a mí en clases para aprender la danza de los siete velos. Eso fue antes de saber yo de la burkhas y de las muertes a lapidación por cosillas menores.
El dueño de Beirut, el Tony, lo atiende a uno y es parte esencial de la experiencia, junto con la música que no deja de sonar y que termina de convencerme que talvez todavía tenga chance de aprender la danza del vientre, porque unas caderas de la envergadura de las mías sería una pena desperdiciarlas en mi vida sedentaria de siempre.
Tony no más entrando te ofrece algo surtido como para entrenar el paladar para lo que vas a vivir. Uno acepta por dos motivos principales: uno por angurriento y dos, porque le da color reconocer que no entendió los nombres de los cinco platitos que te van a traer, que te los recita Tony supongo yo que en árabe y encima con acento regional. Además te dice que todo lo que ves se vende, y que a nosotras las damas, nos encanta los chunches esos que parecen ojitos azules. Hay alfombras, souvenirs, pipas de agua y chunches variados de todos los tamaños.
Esa especie de plato de bocas es un éxito: el puré de garbanzo (humus, para que adquieran cholle), el de berenjena (que no me acuerdo cómo se llama), el que parece queso crema pero más suave, las cositas envueltas en hojas de uva y de repollo, y el tabule (como un pico de gallo versión medio oriente), bien valen la pena. Para uno que anda jugando de orgánico, hay pan de pita integral, también buenísimo y me lo cambian sin malas caras.
A mí, que me encantan las ofertas, me ganan con una cortesía de la casa: algo frito relleno de espinacas. Se hace un hueco en la masa, se le hecha jugo de limón y me lo como con la mano. Está muy sabroso. Una especie de wan tan vegetariano libaneso.
De matona, piropeo el chile que todavía me está arrancando los tejidos de la garganta por dentro. Tiene un sabor ahumado poco frecuente. Tony me dice que es un invento suyo, con mango, papaya y un ingrediente secreto de la india. Me encanta el misterio.
Todo lo que comemos tiene una sensación de frescura, de aire libre, de calor y de viento. Me pongo a elaborar sobre mis teorías de cómo las comidas típicas de cada país son, en realidad, una muestra de lo que más abunda en cada tierra, del clima, de las necesidades, de lo que es más barato como para que todo el mundo lo coma.
Yo, que siempre pido lo mismo, me pongo aventurera y acepto comerme “un pescado como lo preparamos nosotros”. Al Antídoto lo manipulo y refuerzo a más no poder, para que coma el cordero asado por cinco horas “una vieja receta familiar”, explica Tony. Yo hubiera preferido que dejara la explicación en eso, pero detalla que el cordero es fresco, no congelado; de tres meses que ellos mismos tienen la cría. Mientras explica, yo me voy arrepintiendo de pensar que por culpa nuestra, ese corderito bebé ya está en la compañía de San Francisco de Asís.
Mi pescado es a la plancha con algo que parece yourt natural y hojuelas de almendra tostadas encima. No se ve muy bien, por culpa de la salsa, pero al comerlo, se me quita la decepción un poco. El plato del Antídoto, por su parte, se ve delicioso, en una salsa gruesa que llena toda la mesa. El recuerdo de un animalito de 3 meses me impide probarlo y me arrepiento de esos ataques repentinos de vegetarianismo. Ambos platos vienen con ensalada fresca de tomate con pepino, lechuga y pita frita y arroz, el mío con noodles y el del Antídoto con lentejas.
Cuando dejamos los platos limpios, Tony trae un platón de postres con platitos, para que escojamos. Nos explica qué es cada cosa y nos advierte que los postres son sus únicos pecados. Y es cierto. Cuando me pongo el baklawa en la boca, la sensanción me recuerda porqué cosas como el sexo las decretaron pecado. Me da risa nerviosa. No es posible tanto placer derivado de algo que uno se come, pero resulta que es cierto. Me lo como tan despacio como puedo, saboreándolo despacito. “Los vendemos en latas también, selladas, así que están frescos”.
La cuenta, un poco alta, por la entrada, pero no me quejo. Se paga más caro en lugares donde queda uno luego con dolor de panza y colitis del graserío y no la pasa ni la mitad de lo divertido que donde los Beirutes. Uno puede hablar a gusto, las sillas son cómodas, el lugar es tranquilo e insisto, es posible que sin Tony se perdería mucho del asunto.
En razón de todo lo expuesto, lo recomiendo. Yo misma pienso volver. Al Antídoto lo pondré a comer cordero a ver si me animo a probarlo y yo, me pondré peligrosa y me comeré algo de lo que no pueda ni repetir el nombre y tenga que pedirlo por número, como en los chinos.
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