Mi primera parada, es, por supuesto, La Moneda. Uniformada con mi camiseta del signo hippie que dice “back by popular demand”, le digo bien despacio al paco que me bloque la entrada que se haga parallacito, porque esta turista va directo a lo que fue el despacho del compañero presidente. Antes de que me de cuenta, el borde del kepis del Paco pega con mis anteojos oscuros y desde el borde de abajo del ojo, veo como me dice algo asì como que no se puede. Insisto. El también. Vuelvo a insistir. Me hace cara de no me hace ni mierda de gracia que ya le dije que no. Entonces le sonrío inocentona mientras me recuerdo por dentro que esas botas negras no me pueden hacer nada. Aquí eso de andar sonriendo en la calle es un crimen social y por un momento trastabilla. Me sonríe también, pero igual me dice que no, que lo siento mucho.
En el metro, el único que me sonríe, es un chiquitín como de 5 años que se sientra enfrente mío. Recorremos todo Santiago ensaguchados entre mucha gente. Cuando me bajo en la Escuela Militar, él y yo ya estamos profundamente enamorados.
En el partido comunista, se repite el viejo fenómeno. Entro y saludo y es como hablarle a una pared. El señor que atiende me mira por encima de sus anteojos como si viniera a pedirle plata con una lata en la mano. Vineo toda la mercadería y sin anestesia, pregunto por las camisetas de Allende. Entonces algo se le cae de encima y se le empañan los ojos y de repente es dulce y nostálgico. Me pregunta cosas, me pide que me siente, me cuenta sus historias.
En la noche, me entrevistan en TVN y buscan mil explicaciones al porqué de esto mío, tan chileno. Nadie quiere entender que no depende de nada. Es, y punto
Y qué si esta ciudad me recuerda cosas tan tristes? Y qué si a veces cuando voy caminando se me vienen las lágrimas? Yo aquí me siento libre, feliz, hallada. En casa.
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