Ayer llego a la oficina y me reciben con la noticia que murió el papá de un cliente. No me había acabado de sentar cuando ya iba de camino al funeral. El cura, probablemente deseoso de crear impacto, se puso a reflexionar de qué horrible que era eso, de enfrentarse solo a la muerte, con ese momento de profundo pánico, esa certeza de que habías picado el tiquete.
Mi amiga, esotérica declarada, demasiado emocionada con mis coqueteos con la parapsicología, me pide que le todos los detalles sangrientos, tratando de medir ella mi grado de enchufamiento al mundo del más allá y envidiándome la experiencia de darme codo a codo con energías de esas.
Un amigo me dice que me vio y me saludó el jueves pasado en el parqueo de un banco, que no pudo ser otra más que yo, por razones de estatura y que lo saludé con la mano. Yo le juro y le rejuro que ese día yo estaba muy muy lejos. Sospechamos del don de la ubicuidad, como San Martín de Porres.
Anoche tuve noche de perros, con menos de tres horas de sueño. En el poco tiempo que dormí, soñé que había una mujer mayor, vestida de azul, parada en la puerta del cuarto. Me desperté gritando.
Me siento con necesidad imperiosa de pasar el día escuchando tangos.
Y el tiro de gracia: anoche me llaman y me honran con el pedido de escribir una crónica. Eso sí, de muertos. Hoy ando todo el día, a pesar de la sensación de arena en la cabeza, tramitando permisos para estar presente en una autopsia y para contar el cuento.
Ante el riesgo de que no sea coincidencia, ya empecé la aplicación de mi propia limpia, a punta de música de Roberto Carlos y pensar en cosas bonitas, como los Muppets o en mi perrito Fuser, por ejemplo.
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