El tìo Lucho me da un abrazo de oso, mientras me dice, con cariño “hija” y me acaricia el pelo. El llega un poco más tarde a la casa y me regala un libro de los detenidos desaparecidos del MAPU. En la noche, mientras lo leo, me entero de la historia de Mauro/Carlos. Un muchacho que hacía el servicio militar y fue asignado a Villa grimaldi. Fue amable con las mujeres, alimentaba a las embarazadas, le pasaba información al MIR. Fue colgado al pie del mismo árbol donde yo lloré apenas unas horas antes. Lo mataron a cadenazos.
Lucho dice que el día del lanzamiento del libro, llegaron los familiares desde todo Chile. Que lloraban y agradecían y contaban cómo en sus pueblos chicos, sus mejores amigos y familiares dejaron de hablarles cuando desaparecieron sus hijos, cómo los patronos exigieron silencio a cambio de trabajo. Y se disculpaban diciendo que necesitaban decir eso.
Lucho tiene fotos del abuelo, la abuela, el bisabuelo, mi suegro de niño. El parecido entre todos es inquietante. La genética no engaña. Comprendo, de repente, que el exilio significa perderlo todo, hasta las fotos a blanco y negro. No tener derecho al recuerdo, a las historias, en un mientras tanto que ya lleva 34 años.
Lucho también estuvo exiliado. En su primer día en Dinamarca, fue al super y compró galletas y leche. Las galletas tenían un gusto raro y la leche era ralita, muy delgada. Cuando aprendió danés se dio cuenta que comió galletas para gato y bebió agua pura de las montañas de Noruega.
La Caquela, no oye nada, pero es simpática y amorosa. Habla a los gritos, para escucharse. Dice que son sus 94 años, ya cobrando. Nos comunicamos con ella haciéndole preguntas y comentarios por escrito. Tiene además una patita mala y dice eso la tiene frita. En su mundo de silencio, la lectura la ha rescatado. Le llevamos libros grandes y gordos. Sonríe de la emoción y dice que no aguanta para empezar a leerlos. Calufa la espera con páginas abiertas.
La Caquela estudió para enfermera y nos impresiona con la primicia que la muerte del abuelo no fue accidente. Que ella supo al mes de tristezas, que necesitaba un médico y se vino a Santiago y buscó un psiquiatra. El le dijo que el trabajo era el mejor remedio. Y ella volvió a Valdivia y lo llamaba por teléfono cada quince días y le contaba paso a paso lo que hacía todos los días. Así fue sanando.
Que no se casó de nuevo por los niños, aunque había un francés, también viudo, interesado en ella. Ellos eran muy regalones con su padre y quién sabe como se llevarían con este tipo. Prefirió quedarse sola y montó una panadería que pagó los estudios universitarios. De mi suegro, cuenta que era un niño travieso y gordito, que hubo que ponerlo a régimen para que bajara de peso y que sin embargo, se subía a todos lados para encontrar los dulces.
La abuela Berta, con 88 años, trabaja todos los fines de semana, sale, hace diligencias, va al correo. Le habla a sus plantitas “Es mi terapia de hace ya 34 años, desde que me quedé sola. Si no fuera por eso, rallo la papa”
En el Museo de la Solidaridad Salvador Allende hay una exposición de arpilleras. Son cuadros hechos con las telas de los familiares desaparecidos, fotos cosidas a manos por las mujeres. “Así me saco esto de adentro”- dicen. Hay uno rojo y negro, de la moneda en llams y los cuatro jinetes del apocalipsis descendiendo. Hay varios de escenas de tortura, de cuatro mujeres azotadas, colgadas, violadas, sangrantes. Hay uno de La Esmeralda, y en sus adentros el recuadro de los hombres torurados. Hay muchos de la lucha, de la esperanza, de los cuerpos que flotaban en el Mapocho.
Hay cosas del Chicho. Su billetera de cocodrilo, su reloj, su banda presidencial. De alguna forma ver sus cosas, reales, presentes. Me confirma que no fue un sueño. Recordarlo siempre, este Chile que duele, es mi terapia.
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