Se muere un pariente político del Patán. Mi amiga Satia y yo empezamos a conspirar sobre la mejor forma de cumplir con la obligación social del pésame sin tener que ir a una misa completa pero sin caer en algo tan impersonal como un telegrama. Yo le comparto mis recién adquiridos conocimientos sociales:
“Vos sabías que ahora, además de chuparse la misa entera, hay que hacer fila como en el seguro para saludar al doliente que uno conoce? Ya no puede salir uno escupido con el podeis ir en paz. Yo con el demos gracias al señor ya estaba arrancando el carro. Ahora resulta que se demora uno como media hora mientras atraviesa el molote de gente, se le colan en la fila y se brinca uno las bancas. Dicen que es la única forma de asegurarse que lo vean a uno y que nadie se resienta”
Descubrimos que la vela está muy cerquita nuestro. Satia, poco convencial con estilo, me dice que anda en jeans y sandalias y que solo piensa ponerse una algo blanca. Yo, en jeans y camiseta, me sumo a la rebeldía y declaro que entonces yo solo me pongo una blusa azulilla.
Satia desciende las gradas de su casa en una visión fúnebre-chic en negro y en blanco, con cara de serenidad y resignación tan útiles para esos momentos. Su planchado y contraste perfecto hace que mi look de pitufo azul oscuro resalte chillón y molesto. Me consuelo pensando que no hay nada escrito que diga que el negro y el blanco son lo único autorizado para la mortandad.
Llegadas a la funeraria, inmediatamente me arrepiento. Yo soy la única que ha osado incursionar en el maravilloso mundo de los colores. Los demás parecen el televisor pequeñito de Mimí: blanco, negro y gris en diversas tonalidades y diseños. Todos menos yo, por supuesto.
Quisiera ser más pequeñita. Quisiera no llamar tanto la atención con este tamaño de jirafa. Quisiera no haberme puesto tacones. Quisiera que me gustara usar ropa negra o al menos que se me hubiera ocurrido planchar una enagua. Quisiera ser invisible. Pero ya es muy tarde para eso.
Ubicamos al Patán en medio de la rueda de chistes de la cafetería. Con la excusa de su dizque dolor por la partida reciente, me apercolla en un abrazo que, por simple concurso ideal* implica la comisión de unos seis delitos, encabezados por abusos deshonestos. Lo empujo suavecito y en tono amenazante le advierto que no se abuse o le clavo el palito de revolver azúcar en el pescuezo.
Estamos conversando de cualquier cosa, cuando se nos acerca uno de los parientes políticos del Patán. Es un señor chiquito, como así; dulce y simpático. En su voz de noche sin dormir por lo acontecido, me dice tímidamente que quiere hacerme una pregunta.
Yo pongo cara de comprensiva. Por la edad y otros datos, estoy casi segura que me va a preguntar por Alejandro. Me preparo con mi sonrisa piadosa y los ojitos ilusionados de sí, soy su hija, para darle mi edad exacta al momento de su muerte y compartir con un perfecto extraño los pocos recuerdos que tengo de mi papá y escuchar los suyos.
Pero me dice otra cosa: “Usté es la de la tele, verdá?”
Me sorprende tanto, que en media funeraria me carcajeo ruidosa y sinceramente. No me da tiempo de mi respuesta clásica de “Sí, pero en la tele me maquillan y me peinan”. Inmediatamente el señor llama a hermanos, amigos y conocidos de confianza, todos varones, para que se acerquen.
Conformado el tumulto, me dice que siempre me ve, que me adora, que él a todo el mundo le dice que yo soy su ticher, que le parezco únicamaravillosasinigual que no se lo pierde, que soy tan linda y tan especial. Y les dice a todos que TIENEN que ver el programa, que les cambiará la vida, que aprenderán en paleta, que esto que lo otro. Porqué un señor de la edad de mi papá no se pierde un programa de sexo es algo en lo que prefiero no detenerme a pensar.
Yo no sé qué decir. La atención y los piropos no es algo a lo que esté acostumbrada. Mascullo por ahí un muchas gracias. y me voy poniendo cada vez más roja, sudando por la situación tan incómoda que no parece que se vaya a detener y que llevará irremediablemente a un “y podemos hacer una pregunta técnica?”
El Patán sonríe complacido del alboroto. El familiar le pregunta que si ha visto el programa. El Patán dice, con toda la carebarro, que sí, que no se lo pierde. El familiar le insiste que en serio, que lo vea, que es buenísimo y le vuelve a preguntar en que si sabe de qué se trata el asunto. Entonces el Patán hace ejecuta un ataque de territorialidad machista:
“Que no me lo pierdo, huevón– y abrazándome por los hombros, le informa a mí público- Ella es la que me tiene así”
Antes de que pueda terminar de asentarse el silencio incómodo, antes de alguien pueda interpretar esa frase con oscuras consecuencias, antes de que la esposa del Patán nos eche a Satia y mí de la funeraria a gritos y cachetadas; ingresa por la puerta principal un compañero del colegio, que no veo hace unos veinte años y al que ni entonces ni ahora le ha importado hacer una escena. De lado a lado de la funeraria me grita:
– Sole!
Yo levanto la vista esperanzada de que alguien conocido que me rescate de ese predicamento. Y le tiendo la mano lánguida esperando que la tome entre la suyas y huyamos a un Subway, por un café o algo. Pero él, embriagado de la emoción de volver a vernos, olvidándose de todas las convenciones sociales, se une inocentemente al fan club con su primera pregunta:
– Cómo hago para que me crezca el pene?
*Concurso ideal es un tecnicismo legal que se usa cuando con una sola acción se cometen a la vez varios delitos.
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