En el estado separatista de Escazú, al igual que en todos los cantones de este país, hay un Juzgado Mixto, donde aterrizan pensiones, violencias domésticas y contravenciones de los pobladores para que un juez con vocación de psiquiatra o de mártir, le de la razón a alguna de las partes.
Escondido entre las montañas de la zona y a escasos 600 metros del Country, el Juzgado Mixto se afinca en lo que hace unos años debió ser un chozón y hoy, gracias al desarrollo indiscriminado de condominios en la barrio es tan solo una casa grande que en su época debió ser bonita, pero que no tiene piscina, direct tv, aire acondicionado, perro chineado ni portón eléctrico o alarma.
Estos juzgados siempre parecen un mercado. Llegan señoras con niños en brazos, a los que hay que cambiar, alimentar y chinear mientras se hace fila. Comparten a los gritos sus duras experiencias maritales, toques, tiros y volados de su trámite y no es raro que se pongan a llorar al escuchar la historia de la compañera de desgracia o al contarle a alguno de los funcionarios judiciales el motivo de la visita. Se saben mejor que un abogado los códigos, las opciones y los procesos. Palabras como medidas de protección, audiencia, apremio corporal o apelación les son familiares. Se reconocen entre ellas, se saludan, reclaman cuando demoran mucho en atenderlas, y en general, aportan un bullicioso ambiente a lo que de otra manera sería un sobrio recinto judicial.
El otro día, por encargo, fui al Juzgado de Escazú. Así, a lo discriminatorio, pensé que me encontraría la misma fauna. Y no me equivoqué. La misma fauna estaba. Pero entre todas ellas, escondidas, haciendo fila como todo el mundo, sin privilegios, esperando en las mismas bancas duras, estaban también las otras.
Esta crianza de comemierda me permite distinguir, a la distancia, la ropa cara. Y había. Y también joyas de esas que salen en revistas y manos producto de manicurista y zapatos que valen el salario mensual de una persona. Y afuera, carros del año, como de anuncio. Y las dueñas con anteojos gigantes, redondos, negros, versiones gallopintas de una muy digna Jackie Onassis, envueltas en un halo de perfume caro, en el mismo Juzgado que las señoras sencillas, que las nicaragüenses, que las empleadas.
Con voces pequeñas, piden firmar con su Mont Blanc los apremios corporales por que el señor gerente de multinacional no le da la gana depositarle lo de los chiquitos y entonces no parece tan lejano esa noción de morirse de hambre. Se despintan con delicadeza la base clinique para mostrar un moretón de la discusión de anoche y preguntan si sirve una constancia del médico privado porque no quieren ir a Medicina Forense. Se secan las lágrimas de humillación al relatar, desde una silla de escuela ante el mostrador, sin la privacidad de la mansión, qué le dijo, cómo la golpeó, qué fue lo que pasó y se incomodan cuando les piden detalles. Se quieren morir de vergüenza y por vergüenza no hablan con nadie. Están más desinformadas que todas, porque ni siquiera les alcanza para un abogado. Y están solas. Su presencia de patronas, en cualquiera de sus variaciones, deja muda a la canalla. Y entonces se escuchan más fuertes sus cuitas, en esa forma de hablar tan propia, tan afectada.
En el Hospital Cima no vacunan contra la crueldad.
Deja un comentario