Cuando se va acercando la fecha de mi cita mensual, con preocupación empiezo a notar en el espejo un parecido histórico con Frida Kahlo, sobre todo en la ilusión de la mirada severa por culpa de la única ceja, las patillas y el bigotillo incipiente. También ayuda el pelo y los ojos negros. Y me siento como los locos que solo se creían Napoleón, pero nunca el cocinero de su ejército. Del otro lado de la plástica, en el anonimato, el parecido que me angustia podría ser también con cualquier travesti, descuidado de su camuflaje estético y de la terapia hormonal, con las cejas de arco de diva clásica de película de blanco y negro, invadidas por el charral peludo y la sombra sobre el labio que siembra siempre una duda del acaso sí es.
En el primer mundo del plano emocional, eso de someterse voluntariamente, cada tres o cuatro semanas, a arrancarse de raíz el pelo con cera hirviendo, chapearse las cejas con pinzas, rasurarse y cortarse las piernas con navajilla de hombre y deforestar las selvas naturales de los reductos privados, debería considerarse como la más definitiva de las pruebas de amor eterno, con el plus evidente de una abnegada capacidad de sacrificio.
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