No fue el aroma familiar de consultorio de dentista, ni la posición recostada que me deja impotente, ni el babero ofensivo para las babas, ni la tensión insoportable de las manos con los nudillos pálidos aferrados a los brazos de la silla, ni el sonido asesino del taladro, o el piquete punzante y largo de la aguja de la anestesia, ni la luz cegadora y amarilla que me obliga a cerrar los ojos y perderme en eso oscuro que hay en mis ojos, ni las manos ajenas cubiertas de látex que se obligan dentro de mi boca, ni el dolor que presentía, ni la amenaza de enviarme a un especialista, ni el riesgo de una extracción sangrienta, ni las lágrimas que siempre se me escapan, ni el panorama de aquello que me iban a hacer ese día, de la lámpara de alcohol encendida.
Fue cuando sentí un olor fuerte y presente a carne asada y salivé en automático, con antojo y con hambre.
Fue cuando se me hizo agua la boca ante el olor tentador de los pedazos de encía, de mi propia boca, cauterizada.
Ese fue el horror.
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